A pesar de su juventud, la profesora de la Universidad de Edimburgo Sarah Lane Ritchie (Míchigan, 1985) se ha convertido en un referente internacional en el diálogo entre ciencia y religión. Acaba de publicar el libro Divine Action and the Human Mind (Cambridge University Press). Estos días visita Barcelona para participar en el I Congreso Europeo de Antropología Cristiana y Ciencias de la Salud Mental, organizado por la Universidad Abat Oliba CEU. Hablará sobre «Neurociencia contemporánea y creencia religiosa».
Entrevista
En el último de los libros de la saga, Harry Potter muere y se encuentra con el profesor Dumbledore. Ambos mantienen un trascendental diálogo, hasta que, en un momento dado, Harry le pregunta: «Dígame una última cosa, ¿esto es real, o está pasando solo dentro de mi cabeza?». Dumbledore responde: «Claro que está pasando dentro de tu cabeza, Harry, pero ¿por qué iba a significar eso que no es real?». ¿Sería esto para usted, de alguna forma, una descripción de la experiencia religiosa?
Sí, este es un brillante ejemplo literario que recoge una de las preguntas fundamentales en el diálogo entre ciencia y religión. A saber: ¿cuál es la relación entre el cerebro y las entidades espirituales como Dios? Si sabemos que incluso las experiencias religiosas más poderosas están mediadas o son incluso causadas por la actividad neuronal, ¿significa esto que esas experiencias no son reales en ningún modo significativo? Es verdad que toda experiencia consciente, incluida la experiencia religiosa, sucede en la mente, y la persona la experimenta como real. De este modo, incluso las alucinaciones serían reales, en el sentido de que son experimentadas como tales por la mente humana. Pero por supuesto tendemos a querer que la experiencia religiosa sea real en un sentido más fuerte que este. Afortunadamente, hay muchos recursos teológicos que ayudan a responder a la pregunta de cómo la experiencia religiosa podría ser una experiencia auténtica de Dios, incluso aunque ocurra en la mente. Por ejemplo, los estudiosos en el campo de la ciencia y la religión a menudo emplean modelos teológicos que afirman la actividad de Dios en y a través de los procesos naturales del mundo físico. Estos modelos no representan a un Dios más allá de un mundo natural que está aquí, para después tratar de encajar de algún modo a Dios en este mundo. Más bien, ven a Dios como un ser presente y activo en el mundo natural en todo momento y en todos los lugares, que se encuentra incluso en el fundamento del mundo natural. Si nuestros modelos teológicos no nos obligan a elegir entre procesos físicos y acciones divinas, no debería sorprendernos que los auténticos encuentros religiosos con Dios sucedan en la mente y sean empíricamente identificables en el cerebro.
A menudo para la piscología o la psiquiatría la pregunta religiosa se limita a si la religión nos hace sentir mejor o nos convierte en mejores personas en términos éticos, pero esto no nos da ninguna pista acerca de si la experiencia religiosa es objetivamente real o un simple constructo de la mente.
Pocas personas religiosas querrían admitir que son religiosas debido a los beneficios psicológicos que les brinda la fe. Más bien, experimentan sus creencias como un indicador de cómo es realmente la realidad. La pregunta se vuelve entonces epistemológica: ¿cómo sabemos lo que creemos saber? Existen diferentes enfoques académicos para explicar por qué podríamos tener buenas razones para tomarnos en serio nuestras creencias religiosas. Una de las respuestas proviene de la teoría cognitiva de la religión, que sugiere que la creencia religiosa es auténticamente natural en términos evolutivos. Para algunos, nuestra capacidad natural para la creencia religiosa es exactamente la que podríamos esperar si hubiera, de hecho, un creador que deseara mantener una relación con los seres humanos. Otros sugieren un enfoque multidisciplinar e interdisciplinario que enfatiza la riquísima complejidad de la realidad, incluidas características como la conciencia, el arte, la música y la propensión de los humanos a experimentar la trascendencia. Esos momentos de trascendencia bien podrían señalar algo más, algo más allá, por encima y por debajo del orden natural.
Ha planteado usted el término «naturalismo teísta» para superar la oposición entre lo espiritual y lo físico-biológico. ¿De qué manera?
Muchas personas se resisten a aceptar las explicaciones científicas acerca de la mente porque temen que esto aboca a una visión reduccionista (materialista) de la persona humana o descarta la posibilidad de realidades espirituales. Prefieren pensar que la conciencia es fundamentalmente inexplicable en términos científicos porque de este modo creen que ese misterio deja espacio a Dios. Pero si uno repasa la historia de la ciencia esta forma de pensar ha sido infructuosa; fenómenos que previamente eran inexplicables han encontrado una explicación después de haber sido estudiados en el ámbito de la investigación científica empírica. Pretender que la religión se inserta solo en las áreas de la realidad que no entendemos no creo que sea una estrategia aconsejable. Me parece mucho mejor ver a Dios en los mismos procesos naturales.
Esto no quiere decir que defienda una visión reduccionista de la persona humana capaz de explicar todo lo que nos hace ser como somos. Estoy muy alejada de ese planteamiento. Lo que llamo «naturalismo teísta» es una forma de afirmar que Dios siempre está presente y activo en el mundo natural en todo momento. Mi visión del mundo no es la de un sistema mecanicista autónomo. Existen muchos recursos teológicos que admiten que el mundo natural es inmensamente complejo, pero a la vez está infundido por esa realidad última que muchos llamamos Dios. Para el naturalismo teísta, las explicaciones científicas no son amenazas, porque iluminan partes de la misma realidad general de la que, desde otra perspectiva, también se ocupa la teología. Para el naturalismo teísta, lo físico no es lo no espiritual, sino que lo físico se interrelaciona con lo espiritual.
¿Existe un marco físico para afirmar la existencia del alma humana?
Esto depende en gran medida de lo que se entienda por alma. La mayoría de personas tiende a pensar en el alma como una parte inmaterial de la persona que existe al margen del cuerpo. Sin embargo, esa concepción inmaterial del alma en realidad no es una necesidad para la teología cristiana; las Escrituras hablan a menudo de la persona humana como una entidad totalmente encarnada. No hay necesidad de dividir a la persona en partes distintas, ni hay necesidad de sostener la existencia de una parte inmaterial que le permite a la persona sobrevivir a la muerte. De hecho, gran parte de la tradición cristiana ha enfatizado la futura resurrección del cuerpo frente a la supervivencia del alma inmaterial.
Si el alma es una realidad natural, ¿qué sucede cuando la persona pierde su conciencia o su memoria, como por ejemplo al enfermar de alzhéimer?
Es cierto que la cuestión de la enfermedad cerebral plantea cuestiones muy serias. El alzhéimer, la demencia, las lesiones cerebrales y el envejecimiento resaltan el hecho de que las realidades físicas y psicológicas de una persona cambian con el tiempo, a veces drásticamente. ¿Qué versión de la mente de una persona representa al verdadero yo? No existe una respuesta fácil, pero creo que esto nos remite a la importancia de una idea holística y global del ser que no se restrinja a un momento particular en el tiempo. De hecho, la cuestión del tiempo es esencial desde el punto de vista teológico. Dios bien pudiera existir fuera del tiempo, de modo que la dimensión temporal en la que ahora existimos no nos permite una imagen completa de la realidad. Cuando caemos en la cuenta de que el tiempo es verdaderamente relativo, se hace posible considerar versiones anteriores de una persona como realidades igualmente presentes, también cuando nos enfrentamos a la enfermedad o a la pérdida de la memoria.
Existe hoy un consenso generalizado que afirma que ciencia y religión deben respetar sus respectivos límites. Esto excluiría los intentos de probar la existencia de Dios, como pretende por ejemplo la hipótesis del diseño inteligente, pero también la presunción de algunas personas que sostienen que el avance de la ciencia tarde o temprano significará la muerte de la religión. ¿Es esta una paz real o solo una tregua temporal?
Esta es una pregunta fundamental y no hay respuestas fáciles. Se han sugerido muchos modelos para describir la relación ideal entre ciencia y religión. Aunque es verdad que hoy se rechaza generalmente la visión de que la ciencia y la religión deban coexistir siempre en conflicto, no hay sin embargo un consenso sobre cómo deben relacionarse. Algunos se conforman con aceptar el poder de la ciencia cuando se trata de explicar los mecanismos y los procesos físicos, mientras circunscriben el valor de la religión a la moral y a cuestiones de sentido y significado. Otros, incluida yo misma, pensamos que es ingenuo e incluso erróneo pensar que la ciencia y la religión no necesitan interactuar de ningún modo. Después de todo, hay una sola realidad. La pregunta se convierte entonces en cómo articular un modelo para que la ciencia y la religión puedan interactuar. A menudo esto se limita a distintas formas de diálogo respetuoso, pero creo que cada vez hay más elementos que posibilitan una investigación interdisciplinaria. Algunos plantean ir incluso más allá de este ejercicio de colaboración y sostienen que en el futuro la ciencia y la religión se fusionarán en una forma única y compleja de comprender y conocer el mundo. Es un tema que me suscita mucha curiosidad, pero por el momento, personalmente, creo que la ciencia y la religión deberían colaborar estrechamente, en formas creativas, para abordar los problemas más apremiantes a los que se enfrenta la humanidad.
Ricardo Benjumea
Foto: Pixabay