Buscando a Dios en el universo, del economista Ramón Tamames, se ha convertido en un inesperado bestseller. Su tesis: que el universo y el ser humano no han podido surgir por casualidad
El delegado de Catequesis del Arzobispado de Madrid, Manuel María Bru (Madrid, 1963), conversa con el economista Ramón Tamames (Madrid, 1933), uno de los grandes referentes intelectuales contemporáneos en España. Su curiosidad intelectual no conoce límites. Ni su vitalidad tampoco. Entró en la cúpula dirigente del Partido Comunista de España (PCE) en 1976, y ahora se cumplen 40 años de su desembarco en el Ayuntamiento de Madrid como primer teniente de alcalde de Enrique Tierno Galván, tras haber sido diputado en las Cortes constituyentes y uno de los artífices de los Pactos de la Moncloa. Participó en 1986 en la creación de Izquierda Unida, coalición que abandonó en 1989 para acompañar durante un breve período a Adolfo Suárez en el CDS, la última aventura política para ambos. Es miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas y autor de 77 libros (187, contabilizando las obras corales). Su trabajo más conocido es seguramente Estructura Económica de España, libro de referencia para varias generaciones de estudiantes de economía. Pero nunca ha dejado de interesarse ni de escribir sobre las más variadas temáticas. En septiembre publicará una investigación sobre Hernán Cortés…, si se lo permiten las presentaciones de Buscando a Dios en el universo (Erasmus ediciones), libro publicado en septiembre de 2018 que ya va por la sexta edición. Se trata, de algún modo, de un ajuste de cuentas con las clásicas preguntas con las que Tamames se ha topado a lo largo de su trayectoria académica: «¿de dónde venimos, qué somos, a dónde vamos?». «Uno va cumpliendo años, va ganando en experiencia y en conocimientos, adquiere más paciencia y aprende a apreciar más la bondad de la gente… Y surge inevitablemente la pregunta por el sentido de la vida», confiesa. «¿Hay un sentido? Albert Camus, por ejemplo, es un hombre desgraciado al final de su vida que piensa que el suicidio es la única salida. No ve la vida en su belleza, no es capaz de comprender que es un regalo haber nacido. Nacer es un privilegio y es un privilegio poder estar aquí y ahora hablando de estas cosas. La pregunta es: ¿se acaba todo esto con la muerte?
Manuel Bru: Para responder a la pregunta de si hay vida después de la muerte, habría que responder primero a la pregunta de si había vida antes.
Ramón Tamames: ¡Claro! Lo difícil es explicar esta vida. ¿Me puede alguien explicar por qué y para qué estamos aquí? Un amigo, al que cito en el libro, decía antes de morir: «Lo he pasado muy bien, pero me voy sin saber dónde he estado ni a dónde voy».
Vayamos a los datos: en el principio fue el Big bang…
R. T.: Dice Steven Hawkins que el Big bang surge por una fluctuación cuántica. Me parece muy bonita esa expresión, pero ya me explicará alguien qué significa eso. ¿No pudo haber una inteligencia superior que pusiera la cosa en marcha?
Y luego, cuando empieza la evolución y se llega al homo sapiens, dice el propio Wallace, compañero de Darwin en el nacimiento del evolucionismo, que él ha sido capaz de llegar hasta la aparición del ser humano, pero que el cerebro humano no ha podido surgir por casualidad. ¿Y el ADN? No cabe en cabeza humana que eso haya aparecido por azar. La posibilidad sería la misma que si bombardeáramos el Sahara con millones de letras que terminaran componiendo el Quijote. Es imposible. Ni siquiera conseguiríamos la frase «To be or not to be» de Hamlet. Entonces, ¿cabe la posibilidad de que haya ahí una inteligencia superior? Cabe.
M. B.: Yo a los catequistas de Madrid siempre les pido que, antes de explicar nada a los niños, adolescentes y jóvenes, se hagan ellos mismos las preguntas que ya se hacían los filósofos griegos: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿quién soy?, ¿qué sentido tiene la vida?… Pero es interesante cómo abordas estas cuestiones filosóficas también desde una perspectiva científica, justo cuando existe hoy la tendencia de intentar sustituir la religión por una especie de ideología cientificista.
R. T.: Hay una tendencia evidentemente a negar a Dios… En Ginebra se celebró a principios del siglo XX un congreso sobre la muerte de Dios. Al final, dijo el presidente: «Quiero anunciarles que Dios ha muerto. Se levanta la sesión». E irrumpe una persona: «Una pregunta: ¿Y qué hacemos con el cadáver?».
Vamos, que la cosa no es tan sencilla.
R. T.: El propio Jacques Monod [Nobel de Medicina en 1965, célebre por sus tesis materialistas], en El azar y la necesidad, cita a François Mauriac, un escritor católico, a quien las explicaciones de estos científicos le parecen más inverosímiles que la creación del universo por parte de Dios. Monod no lo critica, lo cita como una hipótesis alternativa, al mismo nivel que la suya; no le parece en absoluto ilógica esta posibilidad.
M. B.: Creo que no es casual que Monod citase a Muriac, que con Péguy, Claudel, Bernanos, Maritain y otros franceses contemporáneos suyos, tuvo la capacidad de expresar el sentido religioso de la vida con un lenguaje accesible a sus compatriotas agnósticos. Es el lenguaje de una forma de corazonada existencial, que aporta las razones del corazón de las que tres siglos antes había hablado Pascal. Pero además estos autores conocían la tradición filosófica griega; sabían distinguir entre la física y la metafísica. Esto es, sin cuestionar los avances de la ciencia, tenían muy claros sus límites y no pretendían hacerle demostrar cosas situadas fuera de su ámbito de conocimiento.
Cuando decimos que en la evolución del universo se percibe un sentido, ¿de qué tipo de sentido hablamos? La representación mental que habitualmente solemos hacernos del cosmos encaja más bien con la escolástica o la física newtoniana, pero en Buscando a Dios en el universo la analogía que se plantea es la de un «ordenador cuántico universal». Es decir, ese dios –dicho en términos filosóficos– sería un ser mucho más impredecible y desconcertante según los parámetros de la lógica humana; algo más parecido, pongamos, a un personaje como el Domingo de El Hombre que fue Jueves, de Chesterton. O al gato Chesire, de Las aventuras de Alicia en país de las maravillas, citado en el libro.
R. T.: La mecánica cuántica estudia las partículas subatómicas. El Big bang empieza con un movimiento de partículas subatómicas que dura millones de años, mientras se van formando los átomos, las estrellas, las galaxias… El universo todavía hoy está lleno de partículas subatómicas. Acabamos de ver la primera fotografía que se ha hecho de un agujero negro, a unos 55 millones de años luz de la tierra (en el centro de cada galaxia hay un agujero negro; también en la Vía Láctea. Todavía no lo hemos localizado, pero ya se intuye dónde está). Ahí aparecen fotones por todas partes. Y gravitones, neutrinos… Pero lo que no explica la física cuántica es por qué esas partículas han surgido, por qué se mueven y crean condiciones especiales. Esta complejidad no afecta a la pregunta sobre Dios. Newton era creyente y Einstein, si no creía, se acercaba mucho. Lo que naturalmente no sirven ya son teorías como las del primer motor o el relojero. Eso ha quedado caduco. Todo el mundo acepta hoy que es imposible demostrar científicamente tanto la existencia como la no existencia de Dios. Ni siquiera lo podemos plantear en términos de probabilidades, porque las leyes de probabilidades sirven para grandes masas de episodios, y aquí se trata de un solo episodio. Entonces, ¿existe Dios? Como dice William Blake, lo que imaginábamos ayer es la realidad de hoy, y lo que hoy imaginamos puede ser real mañana. Incluso si Dios fuera solo un invento del hombre, sería un gran invento, el mayor de todos. «Igual que don Quijote o que Hamlet», he dicho alguna vez. Pero no. Es mucho más que eso.
¿Qué significa la expresión «ordenador cuántico universal»?
R. T.: Seth Lloyd describe el universo como un ordenador cuántico que, desde hace 13.800 millones de años, va generando las más variadas posibilidades de evolución para la materia, en este universo o –no lo sabemos– en un hipotético multiverso, como apuntan algunas teorías. Lo que se percibe es que hay una especie de desarrollo que parecería programado desde el Big bang. Es un camino de perfección: las subpartículas atómicas se convierten en átomos; surgen formas cada vez más complejas de materia y aparece la vida, hasta llegar a la especie humana, que es lo más parecido que existe a Dios.
M. B.: Es interesante que dediques un capítulo al hecho religioso y al cristianismo. Volviendo a Mauriac, en su Vida de Jesús, describe a unos lisiados que intentan abrirse paso para oír a Jesús que está en pleno sermón de la montaña, con las bienaventuranzas. «Creo que está hablando de nosotros», dice uno de ellos. Es decir, que hay un modo de contemplar la realidad y la historia que no solo responde a la razón, sino también al corazón. Desde esta perspectiva la revelación no es solamente la respuesta teórica de quien dice: «Yo creo», sino más bien una respuesta a esas preguntas existenciales que toca la fibra más profunda del ser humano.
R. T.: ¿Si Demócrito hubiera llegado a conocer a Jesús habría dicho que todo es azar y necesidad?
M. B.: No lo sabemos. Pero otros filósofos de la antigüedad sí llegaron a intuir verdades de la tradición judeocristiana, sobre todo en el terreno de la ética.
R. T.: Ni siquiera conoció a Sócrates o Platón. El monoteísmo religioso ya se había instaurado en Egipto, con Akhenatón, pero el monoteísmo filosófico aparece con estos filósofos, que no creían en la mitología, sino en un dios único y demiurgo. Ahí vemos que la revelación tiene su lógica. Aunque naturalmente no es posible una demostración científica. También Pascal vio a Dios. ¿Nos lo creemos o no?
¿Usted se lo cree?
R. T.: Cuando a mí me preguntan si he encontrado a Dios, respondo que no, pero que lo intuyo en todas partes, en la grandeza del universo. ¿Y la revelación? Los que creen en ella, felices. Lo respeto profundamente, pero no es una demostración científica. Puede ser que Moisés oyera realmente a Dios, pero se puede argumentar que se trataba de un alucinado con delirios. Por otra parte, si se propagó el cristianismo, es evidente que fue gracias a Pablo, que de algún modo fue el fundador, el responsable del marketing, la persona que hizo posible que aquella secta palestina se difundiera por todo el mundo.
M. B.: Yo no diría que fundador, pero sin duda un hombre providencial sí fue, eso esta claro.
R. T.: Cuando se dirigía a Jerusalén, Pablo decía: «¡Menuda tropa que tenemos!». Con los primeros seguidores judíos de Jesús, no habría habido mucho que hacer.
M. B.: Pablo era judío, pero también ciudadano romano. Una persona versada. Hay una palabra en todo esto que a mí me parece importante: el asombro, asombrarse por la realidad del universo incluso desde una perspectiva más existencial, igual que un niño se asombra ante la realidad cotidiana. En esta idea profundiza Xabier Zubiri, que habla de «asombrarse ante el poder de lo real». ¿Tiene esto que ver con tu intuición de Dios?
R. T.: Yo creo que sí. Está el asombro y la reacción ante el asombro. Puedes quedarte apabullado ante algo y no hacer nada. O puedes reaccionar con grandes ánimos. Pablo se cae del caballo, oye la voz de Dios y cambia de vida. Eso es el entusiasmo, que etimológicamente significa en – theos, tener a un dios dentro. Es decir, que el asombro te ha comunicado algo para operar.
Esto es básicamente la experiencia cristiana.
M. B.: Sí.
R. T.: La experiencia cristiana es única. Y la revelación judeocristiana es única. Mitra dicen que tiene similitudes, yo no lo he estudiado. Pero no cabe duda de que la revelación cristiana es la más verosímil. Y eso de que Dios enviara a su hijo ya es la monda.
M. B.: El no va más de lo que podemos reconocer en un Dios que es amor.
R. T.: La historia es tan fantástica que te obliga a preguntarte: ¿esto es invento o es realidad? Pero después llega el constantinismo, que supone el final del verdadero cristianismo. Con Constantino, el cristianismo se hace con el poder y persigue a las otras religiones.
M. B.: Con Constantino hay un cambio de situación, pero no acaba el verdadero cristianismo, basta con mirar el auge de la vida contemplativa y de grandes pensadores como los padres de la Iglesia. Ha habido muchos excesos a lo largo de la historia, pero la referencia a los Evangelios nunca despareció, y la novedad cristiana de la consideración de la dignidad humana, es decir, el humanismo, fue imparable.
R. T.: Lenin decía: «Somos los cristianos primitivos pero con ametralladoras». Y a Marx le decía Engels: «Tenemos que incorporar a los cristianos verdaderos», que para él eran comunistas, porque vivían en común, tenían todo en común y carecían de aspiraciones de riquezas ni de cosa parecida. Creían en el amor, se sacrificaban en las persecuciones… Pero llega Constantino, se apropian del poder y son casi peores que los otros. Dando un gran salto histórico, la recuperación de ese espíritu primitivo es el Concilio Vaticano II.
Usted fue uno de los principales referentes comunistas durante la Transición. ¿Qué le queda de esa antigua militancia?
R. T.: Nosotros entramos en el Partido Comunista en los años 50 porque era el único que se movía. Pero como decía Carrillo refiriéndose a mí y a otros: «¡Esos no son comunistas!». Y tenía razón, porque no éramos partidarios de la dictadura del proletariado, ni de la colectivización de los bienes de producción, ni del marxismo-leninismo… Nos hicimos del PCE para participar en algún tipo del lucha.
M. B.: Para fastidiar, como decía Nicolás Sartorius [risas].
Militó en el PCE y en el CDS de Adolfo Suárez; tiene amigos rojos, azules y de todos los colores… Vamos, que le gusta hablar con unos y otros, sin mayor problema.
R. T.: Claro que sí. Eso enriquece la convivencia. Las trincheras nunca son buenas.
La era de la posbiología.
M. B.: Tú eres un experto en economía, pero te interesa la ciencia, la filosofía, la religión… Esa visión más auténticamente universitaria me temo que se está perdiendo. Cada uno se especializa en su campo y se olvida del resto. Las grandes preguntas dejan de interesar.
R. T.: Pero también he visto un gran interés por estos temas en las presentaciones de este libro. No sé si el problema es la falta de demanda o más bien de oferta, que no se publican o no se difunden muchos libros interesantes sobre la relación entre ciencia y religión. Tenemos a grandes científicos como Francisco Ayala que plantean el tema.
Ayala es muy crítico con la teoría del diseño inteligente, como un intento desesperado y artificioso de salvar el creacionismo en la escuela.
R. T.: Sí, aunque en algún punto el diseño inteligente pueda ser muy tentador, no me imagino a Dios en un taller decidiendo cómo van a ser los coleópteros. Más bien, me lo imaginaría como quien hace la leyes según las cuales todo funciona después. Eso me parece más convincente.
M. B.: Junto a la armonía en el universo que muestran las ciencias, es importante la pregunta acerca de la armonía en la política o en la economía. Al fin y al cabo tanto la política como la economía responden a la necesidad de una armonía de la organización social, que busca la igualdad, la justicia, y la convivencia de sus miembros en libertad.
R. T.: Si este mundo nuestro lo organizáramos un poquito mejor, sería auténticamente el paraíso. En mi discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas hablé sobre la idea de paz perpetua de Kant en el siglo XXI, sobre la posibilidad de un mundo sin guerras gracias al multilateralismo y a las grandes organizaciones regionales. Y pasé a Pierre Teilhard de Chardin, a su idea de la noósfera [la tierra y la humanidad se funden de algún modo en una superconciencia planetaria] y de una armonía total, hasta la parusía y la llegada del Mesías.
Esa noósfera nos remite a la posbiología. Buscando a Dios en el universo, de hecho, empezó como reflexión sobre el transhumanismo. Solo que en este caso el futuro no se presenta tan halagüeño…
R. T.: No cabe duda de que la inteligencia artificial nos va a dar muchos sustos. Algunos dicen: necesitamos nuevas leyes, una deontología… Pero la realidad es que quien quiera crear un superhombre lo va a crear. Y si uno puede pagarlo, podrá vivir 200 años, manteniéndose siempre joven, porque le van a cambiar todos los órganos. Claro que esto estará solo al alcance de los ricos. Estos progresos van a tardar mucho en llegar a las masas demográficas. Por eso, más que por la longevidad del ser humano, yo creo que deberíamos preocuparnos por la longevidad de nuestro hábitat, que podría hoy venirse abajo perfectamente por la acción de un hacker. La cibertecnologia puede provocar una guerra mundial. Ya estuvo a punto de pasar en los años 80, cuando un ruso vio venir en un monitor tres misiles norteamericanos. Tendría que haber ordenado una represalia, pero pensó: «Si quisieran destruirnos no lanzarían solo tres misiles, sino 500, voy a esperar». Salvó a la humanidad. Y esto puede volver suceder. El que más se preocupa hoy a nivel mundial por estas cosas es el Papa Francisco.
M. B.: No eres el único que lo piensa. Bauman, el gran pensador posmarxista preocupado por el devenir de nuestras sociedades liquidas, en su ensayo póstumo Retropopía, se hace una pregunta que considera de vida o muerte: si será posible el alumbramiento de una humanidad cosmopolitamente integrada. Y concluye que solo la única respuesta hoy a esta cuestión es el mensaje del Papa Francisco, porque, o hacemos lo imposible para encontrarnos y unirnos, o nos unimos a la comitiva fúnebre de nuestro propio entierro en una misma y colosal fosa.
Una última pregunta: ¿Estamos solos en el universo?
R. T.: Hasta ahora no hay indicios de lo contrario. Hay que tener en cuenta que la edad del universo es la justa para que haya podido surgir el ser humano. Y si existiera vida inteligente en otro lugar, hablaríamos probablemente de una distancia de miles de millones de años luz, lo que en la práctica sería como estar solos.
Ricardo Benjumea
Imagen de portada:
Ramón Tamames, junto a Manuel María Bru, durante el encuentro.
(Foto: Jorge Barrantes/Crónica Blanca)
El principio antrópico
El principio antrópico, que sostiene que el universo es una formidable creación dirigida a la aparición del ser humano, «lo apoyan hoy no pocos físicos, que llevan décadas perplejos por la inverosímil precisión con que parecen ajustadas ciertas constantes fundamentales del cosmos», escribe Ramón Tamames en Buscando a Dios en el Universo. En uno de los capítulos centrales del libro, recopila argumentos a favor de la tesis de que la Tierra «ha sido literalmente elegida (cómo y por quién es cuestión más que ardua) entre billones de probabilidades astronómicas, para la función de generar, evolutivamente, millones de organismos y, a la postre, la especie humana». Desde las leyes de la física al privilegiado emplazamiento de nuestro planeta, todo parece conjurarse en esta dirección. «Que la Tierra exista parece un milagro; o un enigma como prefiere llamarlo Monod, para así evitar cualquier evocación religiosa», prosigue Tamames. El autor formula esta tesis –«como siempre, provisional», aclara–: «El planeta Tierra fue establecido por alguna decisión cósmica, para que el propio hombre, una vez evolucionado y con grandes poderes, tuviera la oportunidad de conocer el universo; que, por lo tanto, es objetivamente antrópico: se creó para que, entre otras cosas, acabáramos emergiendo la especie humana, y para que tras una larga evolución esa especie fuera la observadora de la creación evolutiva y de sus posibles opciones de futuro».
Cinco premios Nobel de Física intuyen a Dios
Max Plank, padre de la mecánica cuántica (Nobel en 1918): «Detrás de la fuerza que hace vibrar las partículas atómicas debemos suponer un espíritu inteligente y consciente».
Albert Einstein, autor de la teoría de la relatividad (Nobel en 1921): «Todo el que está involucrado en la búsqueda de la ciencia se convence de que en ella se manifiesta un espíritu muy superior al del hombre, frente al cual debemos sentirnos humildes».
Arthur Holly Compton, investigador de los rayos X y los rayos cósmicos (Nobel en 1927): «Mientras vamos conociendo nuestro universo, la probabilidad de que todo se haya dado por procesos casuales se vuelve cada vez más remota».
Werner Karl Heisenberg, principio de incertidumbre (Nobel en 1932): «El primer trago de la copa de las ciencias naturales te volverá ateo, pero en el fondo de esa copa te espera Dios».
Carlo Rubbia, investigador del CERN (Nobel en 1984): «Cuando observamos la naturaleza quedamos siempre impresionados por su belleza, su orden, su coherencia… No puedo creer que todos estos fenómenos, que se unen como perfectos engranajes, puedan ser resultado de una fluctuación estadística o una combinación del azar. Hay, evidentemente, algo o alguien haciendo las cosas como son».