Su historia es un compendio de los claroscuros de Francia, desde el inicio de su construcción, en 1160.
Una de las impresiones más fuertes para el espíritu de cualquier amante de la belleza es la primera ocasión en que se contempla una catedral gótica, el monumento que sin duda mejor transmite la serenidad y nobleza espiritual de la civilización cristiana. En afortunada fórmula del historiador del arte Jean-François Colfs, «¡Ay de aquellos que no admiran la arquitectura gótica, compadezcámosles como a unos desheredados del corazón!».
Al contemplar ayer las llamas devorando la cubierta de Notre Dame de París, una gran congoja se adueñó de todos aquellos que amamos la belleza del gótico, quizá porque caíamos en la cuenta del inevitable simbolismo que la ruina de esta gran catedral supone en tanto que es metáfora de una venerable civilización, la de la Europa cristiana, que acaso esté también viviendo sus últimos estertores.
Auténtica Ciudad de Dios dentro de la Ciudad de la Luz, la catedral de Notre Dame era el núcleo intelectual, espiritual y moral de París, además de una apoteosis del arte gótico. Santuario inviolable para todos aquellos perseguidos por la Justicia, también era el corazón caritativo de la ciudad, ya que era un auténtico refugio hospitalario para los enfermos pobres, que eran atendidos en una capilla situada cerca de la segunda puerta. Allí pasaban la noche y los médicos les atendían junto a la pila bautismal. Allí también se reunían los profesores de la Facultad de Medicina hasta que en 1454 tuvieron sede propia.
Al igual que sucede con tantas otras catedrales góticas europeas, los avatares de la historia de Notre Dame son en sí mismos un compendio de las luces y las sombras de la historia de Francia. Cuando en el año 1160 el obispo de París inició su construcción, no podía imaginar que la última piedra del majestuoso edificio no se colocaría hasta el año 1345, tras doscientos años de trabajos. Sin embargo, lo que tanto tardó en construirse fue condenado a la ruina en tan solo unos pocos años. En efecto, entre 1793, momento en que los jacobinos sustituyeron en solemne ceremonia la imagen de Nuestra Señora por una figura de la Diosa Razón, y el año 1844, cuando el Rey Luis Felipe ordenó su restauración movido por una campaña promovida por el gran Victor Hugo, la catedral languideció abandonada y en ruinas. Las masas revolucionarias decapitaron buena parte de las estatuas de la portada y el vandalismo se cebó con las obras de arte del interior del edificio. Olvidada y saqueada, llegó a ser convertida en almacén de comida durante la Revolución.
En la Notre Dame restaurada, en la celebración de vísperas de la Navidad del año 1886, el joven poeta Paul Claudel, por entonces ateo, al escuchar el Magnificat en ese incomparable marco, sintió cómo algo inefable le tocaba el corazón y decidió abrazar la fe católica. Es esta la llamada en la tradición de la Iglesia via pulchritudinis (camino a la fe a través de la belleza). Las catedrales góticas, tan diferentes desde todo punto de vista a las modernas iglesias-garaje, quizá son los últimos testigos mudos de una época incomprendida en la que, como dijera Dostoyevski, la belleza aún salvaba el mundo.
Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña/ABC
(Foto: CNS)