Las preguntas que los alumnos hacían a José María Domínguez (Carmona –Sevilla–, 1957) cada vez hacían crecer más sus propios interrogantes sobre el momento de la muerte. Después de casi 30 años en unidades de cuidados intensivos, «mi experiencia médica era muy amplia, pero no tenía una respuesta filosófica». Por eso, al terminar el máster de Bioética de la Universidad Católica de Valencia decidió hacer la tesis sobre Muerte encefálica y muerte del ser humano.
¿Qué le movió a investigar sobre la muerte para su tesis?
Tenía experiencia con pacientes con daños neurológicos, tanto en cuidados intensivos como en investigación y docencia. Por otro lado, entre las preguntas de mis alumnos, sobre todo los asiáticos, se repetía la de por qué con una serie de criterios neurológicos, con un examen y pruebas clínicas, podíamos asegurar efectivamente que una persona había fallecido cuando sus células están vivas, el corazón late y los órganos funcionan y pueden ser trasplantados. Esta pregunta se repetía, y era más filosófica que biológica.
¿Y le costaba responderles?
Durante muchos años tenía muy claro que la muerte encefálica global era la muerte de la persona, pero simplemente porque lo decían los libros de medicina escritos por eminentes neurólogos. Mi visión fue evolucionando porque cuando miras cara a cara a la familia de personas en esa situación tienes que estar absolutamente convencido, desde el punto de vista biológico pero también moral, para poder decirles que ya ha fallecido. Saberlo desde el punto de vista legal para mí no era suficiente.
¿Cómo fue el cambio del concepto de muerte como parada cardiorespiratoria al de muerte cerebral?
Es un concepto relativamente nuevo, que surge en 1968. Un año antes, el doctor Christiaan Barnard realizó el primer trasplante cardíaco, en Sudáfrica. Hubo un detonante en 1957, en la época en la que se abrieron las primeras unidades de cuidados intensivos y se introdujo la respiración mecánica. Ese año, hubo un congreso internacional de profesionales sanitarios en Roma. El Papa Pío XII les dijo abiertamente que en esas unidades había pacientes conectados a un respirador que podían estar muertos; y que les correspondía a ellos, a los médicos, establecer unos criterios de muerte basados no solo en la parada del corazón. Los médicos por aquel entonces hablaban de comas profundos, pero de ningún modo se atrevían a decir que un paciente estaba muerto.
¿Tuvo acogida esta invitación del Papa?
En los años siguientes, los médicos y la sociedad miraron bastante para otro lado, deslumbrados por los trasplantes. Ya se veía que si el corazón seguía latiendo [hasta que se realizaba el trasplante] era mejor para el receptor. Por eso, en algunos países se desarrollaron ciertos criterios neurológicos de muerte, como si había una gran hemorragia cerebral o traumatismo. Eran más bien consuetudinarios, unas líneas guía, no leyes. Pero se decía que eso era suficiente y no hacía falta hacerse más preguntas. Hasta que poco a poco los médicos decidieron ir normalizando esos criterios.
Un cambio al que la Iglesia no solo no se opuso, sino que había impulsado.
Y sigue animando a profundizar en ello. De hecho, durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI ha habido varias reuniones en el Vaticano sobre estos temas. Un aspecto llamativo es que estos criterios no son idénticos en todos los países. Esto preocupa, porque es necesario determinar cuándo hay ahí una persona y cuándo no.
¿Qué es entonces, realmente, la muerte cerebral?
Puede referirse a tres conceptos. El primero, la muerte neocortical, se basa sobre todo en la pérdida irreversible de contenido de consciencia. El paradigma son los pacientes en estado vegetativo permanente, cuyo cerebro ha quedado dañado permanentemente. Sin embargo, este criterio no es suficiente porque, aunque estos pacientes hayan perdido la consciencia de forma irreversible, hay elementos de actividad cerebral, por lo que su identidad de persona permanece.
Un segundo concepto es el de muerte de tronco del encéfalo, la parte que está debajo del cerebro y sirve de conexión con el exterior. Estos pacientes han perdido esa conexión, también de forma irreversible, pero pueden conservar el contenido de su consciencia (pensamientos, sentimientos, memoria…). Es como el disco duro de un ordenador, que tiene toda la información incluso si no podemos verla o acceder a ella. Podría compararse, pero de forma irreversible, a lo que ocurre cuando estamos durmiendo: soñamos, recordamos, sufrimos… pero sin ser conscientes de nuestro entorno.
Sería lo contrario a la muerte neocortical, donde no hay consciencia. Aquí la hay, pero sin conexión con el exterior.
Exacto. Aunque en ninguno de los dos casos podemos afirmar que desaparezca el ser humano, la estructura de la persona. El tercer concepto, que es el único que se admite en países como España, Italia o Francia, es el de muerte encefálica global, que considera imprescindible la ausencia irreversible tanto de las funciones del encéfalo como del tronco encefálico. Esto sí lo considero suficiente. Es verdad que permanece una estructura biológica, con células vivas y órganos funcionando. Yo la identificaría más con un biotopo orgánico; pero no con la estructura específica del ser humano, con características como la racionalidad, la autoconciencia… que sí pueden permanecer en los otros dos conceptos de muerte. Hipotéticamente, de un paciente con muerte encefálica global podríamos tomar una célula y clonarlo; es decir, esa estructura tiene trascendencia biológica. Pero nunca podríamos hacer que pudiera tener los mismos sentimientos, la misma memoria. Tampoco, y sigo hablando hipotéticamente, si trasplantáramos su cerebro a otro cuerpo.
Muchos consideran que esas características de la persona se pierden cuando no hay consciencia.
Si vinculamos la persona solo a la consciencia y a sus manifestaciones externas, hay un riesgo gravísimo, que es dejar de identificar como persona a pacientes no ya en coma, sino incluso con procesos neurológicos graves, o que han desarrollado una demencia severa y llegan a desconectarse.
¿Cómo se diferencia entre un tipo de muerte cerebral y otro?
Es una diferenciación clínica. Cuando realizamos un estudio (encefalograma, gammagrafía, pruebas a pie de cama) a un paciente con muerte del tronco del encéfalo, vemos que tiene actividad cerebral, está neurotransmitiendo. También en los casos de muerte neocortical hay signos de actividad. Y todos ellos desaparecen de forma irreversible en los pacientes con muerte encefálica global.
¿Significa eso que nuestra identidad es meramente biológica?
Las características de la persona, como la racionalidad, la autoconciencia, la conducta moral, la libertad… no se pueden medir, son conceptos filosóficos. Pero sí se puede medir si existe la base biológica necesaria para que se den. Determinadas pruebas médicas sí pueden ayudar a los bioeticistas y a los filósofos a saber si en un paciente hay un sustrato biológico suficiente para mantener esas características. Y en la muerte encefálica global sabemos que no lo hay. Por eso reúne todos los requisitos suficientes para afirmar que es la muerte de la persona. No digo que los otros dos conceptos de muerte cerebral que se manejan no sean realmente la muerte, sino que no reúnen los criterios suficientes para afirmarlo.
Es decir, se trata de afirmar que una persona ha muerto solo cuando hay una absoluta certeza.
No podemos utilizar una ética de mínimos ni una biología de mínimos, y mucho menos basada en el utilitarismo. Es más, desde 1968 han aparecido muchos instrumentos para constatar lo que entonces no se podía. Y todas esas innovaciones hay que incorporarlas al diagnóstico de la muerte, porque aumentan la seguridad de que no hay sustrato biológico suficiente.
Todo este conocimiento, ¿sirve de algo a la hora de estar en la UCI con los familiares de un paciente en esta situación? Como médico, ¿cómo vive esos momentos?
Realmente es un momento duro, pero es una de nuestras tareas. La buena práctica clínica, y a los alumnos les insisto mucho en esto, no consiste solo en diagnosticar y poner tratamiento. Implica también informar, intentar ponerte en el lugar de esa familia aunque nunca lo vayas a conseguir. Con palabras más coloquiales, les explicamos que ahí hay un cuerpo que funciona, que perteneció a su padre, y tiene esa dignidad; pero en esta estructura biológica ya no hay una persona. Y que la mejor práctica es desconectar ese cuerpo, que ya no es el paciente. Cuando la familia es creyente, les hablo del discurso de Pío XII y les confirmo que la Iglesia apoya esto.
¿Les cuesta entender que ese cuerpo ya no es su ser querido?
En España, en general, hay una gran confianza en el sistema sanitario. Tenemos una buena sanidad, gratuita y universal, que hace que las personas se fíen; y por otra parte una tecnología razonablemente avanzada. Esta confianza casi siempre se prolonga cuando reciben la información sobre la muerte encefálica o incluso se les piden los órganos. Pero lo de los órganos es más particular de España. En otros países sí he vivido experiencias de familias que de ningún modo confiaban en el sistema sanitario y pensaban que querías llevarte sin más a su ser querido para quitarle los órganos. Esta desconfianza, a veces, está justificada por la falta de recursos, y también por la falta de un análisis moral suficiente sobre el proceso de la muerte.
Decía antes que ha dado clases sobre estas cuestiones en muchos países. ¿Se ha encontrado diferencias culturales en torno a cómo se entiende la muerte?
Sí, muchas y significativas. Por ejemplo, en China, donde hay muy pocos creyentes, todo tiene que ser muy práctico. A la hora de explicar la muerte hay que llevarlo no tanto a que ahí ya no hay persona, sino a que ese cerebro no va a volver a funcionar nunca, y a que además el corazón se va a acabar parando a pesar de la máquina. Así lo entienden más. También es curioso Japón, un país económicamente muy desarrollado pero uno de los que menor tasa de donación de órganos tiene. Tienen mucho recelo ante el concepto de muerte encefálica, y consideran muy importante la integridad corporal, por encima de otras cosas. Su cultura les lleva a pensar que el ser humano está en todas y cada una de las células, y que no se pueden separar partes. Si se amputa un miembro, es como si hubiera dos partes igualmente dignas de la persona. Aunque no tengo suficiente información filosófica sobre esa cultura como para entenderlo bien. Por supuesto, la Iglesia da importancia a la integridad del cuerpo, pero no como un valor absoluto. Y acepta las donaciones tanto de una persona fallecida como viva.
María Martínez López
Foto: Millán Herce