La pasada semana se publicó una nueva fotografía de Benedicto XVI. Su aspecto era bueno si tenemos en cuenta su edad y dolencias; al menos, mejor que la publicada hace un año en los jardines del monasterio vaticano Mater Ecclesiae.
La reaparición del Papa emérito me recordó su profética alerta sobre una Iglesia satisfecha de sí misma, más preocupada de su estructura –necesaria– que de la apertura al prójimo –imprescindible–. Ahora bien, decía, la secularización esconde efectos positivos: por ejemplo, la purificación eclesial y la necesaria reforma interior, tanto personal como institucional. De otro modo, la mundanidad se infiltra en el corazón de la Iglesia, como ocurrió en el Renacimiento.
En 2010, Benedicto XVI afirmó que la esperanza del cristianismo y el futuro de la fe dependían de la capacidad de la Iglesia para decir la verdad. En primer lugar, la verdad de la Resurrección de Cristo, pero también aquellas verdades que puedan perjudicarla. Para que esto ocurra es necesario un «adecuado alejamiento del mundo», al que los cristianos no pertenecen. Una cosa es «estar» en el mundo y otra, bien distinta, «ser» del mundo, que es un viejo enemigo del alma.
Ante esto, muchos piensan que distanciarse de la realidad supone rendirse. ¿Es así? ¿O como dice Benedicto empuja a la Iglesia a una renovación? ¿Es la obra misionera más creíble si se renuncia al poder y nos quedamos con el poder de la renuncia? La Iglesia como institución debe apartarse de la política; no así los creyentes que, al fin y al cabo, tienen los mismos derechos y obligaciones que los demás ciudadanos. Solo una Iglesia libre puede comunicar la fuerza de la fe también en el ámbito social y caritativo.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos a qué se refiere en concreto Benedicto XVI. ¿De qué debe liberarse, por ejemplo, la Iglesia española? ¿De recibir el 0,7 % del IRPF? ¿Acaso de los conciertos educativos? ¿Quizá de las exenciones fiscales y los efectos civiles del matrimonio canónico? Por último, ¿debe el Estado «colaborar en el adecuado sostenimiento económico de la Iglesia», tal y como señalan los Acuerdos de 1979? Estas cuestiones se resumen en la pregunta fundamental: ¿Hasta dónde debe llegar la separación de la Iglesia y el Estado? La respuesta es compleja y múltiple. En gran medida porque tampoco está clara la buena voluntad de los políticos –sean del color que sean–, empeñados en controlar a la sociedad y, por tanto, a la Iglesia. Ya sea para ponerla de su parte o para desactivarla.
Vuelvo a Benedicto, cuyo recuerdo se moverá para siempre entre el poderoso ejemplo de su (santo) predecesor y la incomprensión que soporta su sucesor, cuyos pontificados no se entienden sin Joseph Ratzinger. Un Papa que hizo historia siendo la bisagra entre Juan Pablo II y Francisco, entre el siglo XX y el XXI.
Ignacio Uría @Ignacio_Uria
Foto: Edward Pentin