Estas imágenes las ha captado el telescopio espacial Hubble del cúmulo estelar Westerlund 2. Sus colores y sus formas son maravillosos. Mi abuelo me enseñó que ningún pintor pinta los cuadros que pinta Dios. Los científicos constatan otro prodigio: el universo sigue transformándose en una cadena de reacciones químicas, estallidos y colisiones. Estas imágenes captan un instante en un ciclo de unos 13.700 millones de años, que es la edad estimada del Universo según la teoría del big bang.
Decía Rachel Carson, la madre del ecologismo, en El sentido del asombro, un librito felizmente publicado por Encuentro en 2012, que «una manera de abrir tus ojos a la belleza inapreciada es preguntarte a ti mismo: ¿qué pasaría si nunca lo hubiera visto? ¿Qué pasaría si supiera que no lo veré nunca otra vez?». Ciertamente no veremos nunca más estas imágenes de un momento ya pasado –esos gases, esa materia, esas reacciones en que la creación estalla; «yo estallo en mi creación», decía el Creador en el Pórtico del misterio de la segunda virtud, de Charles Péguy–; esas imágenes, digo, muestran algo que ya fue, pero podemos retener su belleza.
Kruschev afirmó que «Gagarin estuvo en el espacio, pero no vio a ningún Dios allí». En realidad, el astronauta nunca dijo tal cosa. Él vio, por primera vez y durante 108 minutos, en 1961, la infinita belleza del cosmos, pero no pronunció eso que Kruschev le atribuía. Bautizado y creyente, no sé qué debió de sentir al contemplar la Tierra desde la oscuridad y el infinito, pero estas fotos parecen invitar más bien a lo contrario. Lejos de constatar una ausencia, este paisaje de resplandores indescriptibles parece sugerir una amistad que, como describió Frossard, «no era de la tierra»; y añadió: «Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios». Felices los que se asombran; mejor dicho, los que se siguen asombrando cada día con la gloria de la creación que celebró el profeta Daniel.
No hay mano humana que pinte estos cuadros, pero la inteligencia, la ciencia y la tecnología permiten captar un atisbo de esa otra mano gloriosa que creó un universo entero –«y vio que todo era muy bueno»– por puro amor. Este desierto al que, según Oseas, el Señor lleva al ser humano para seducirlo y amarlo «como en los días de su juventud» no es solo de arenas y oasis, sino de estrellas fugaces, cometas y caleidoscopios de constelaciones. Definitivamente, parafraseando la canción, Dios debe de estar locamente enamorado de nosotros.
Ricardo Ruiz de la Serna @RRdelaSerna
(Foto: NASA/ESA)