El 97,7 % de la población de Palmira, en la provincia ecuatoriana de Chimborazo, vive bajo el umbral de la pobreza. Manos Unidas, sin embargo, se fijó hace diez años en esta pequeña comunidad de alrededor de 15.000 habitantes como escaparate del modelo de desarrollo que propone para todo el país. Estadísticamente su renta es la más baja de Ecuador, pero el fuerte arraigo comunitario de los quechuas y el afán de superación de sus mujeres son dos enormes fortalezas que solo necesitaban un empujón para desplegar su potencial. Este es el rostro de la Campaña contra el Hambre 2019 de la ONG de la Iglesia en España para el desarrollo
En Palmira, las celebraciones del domingo duran cinco o seis horas. Salvo acontecimiento extraordinario como una boda o un bautizo, rara vez oficia un sacerdote. Son los catequistas y el coro quienes se encargan de la liturgia de la Palabra. Lo religioso se funde con lo profano. «Conversamos sobre la vida; si hay algún conflicto con diálogo lo solucionamos; compartimos la comida que trae cada familia; celebramos nuestros ritos ancestrales…», explica una líder de esta comunidad quechua, Martha Beatriz Roldán, una joven de 32 años que se formó con las jesuitinas y se considera discípula del obispo Leónidas Proaño, gran defensor de los derechos de los indígenas.
En 1984, dos años antes de que naciera Martha, llegaba a Ecuador la misionera leonesa María Jesús Pérez, franciscana estigmatina. Eran años políticamente convulsos en el país, entre la violencia de la guerrilla Alfaro Vive Carajo y las reformas neoliberales que provocaron una fuerte contestación social. La religiosa conoció en Quito al misionero italiano Graziano Mason, con quien puso en marcha en 1985 la fundación Maquita Cushunchic (en quechua, «comercializando como hermanos»). También aquí se mezclaba lo sagrado y lo profano. Comunidades eclesiales de base, organizaciones campesinas y grupos de mujeres se unieron en un proyecto inspirado en la doctrina social de la Iglesia que buscaba la transformación del país a través de redes de economía social que rescataran a los pequeños agricultores locales e indígenas de la servidumbre de unos mercados gobernados por oligopolios.
Gracias a la formación y a las innovaciones técnicas que proporciona Maquita, las comunidades pasan de una economía de subsistencia a diversificar su producción y a poder comercializar e incluso exportar sus excedentes. La fundación trabaja desde un enfoque comunitario y cooperativo, con especial énfasis en la igualdad de la mujer, afirma María Jesús Pérez. La dimensión política y ciudadana es inseparable de la espiritual y la ecológica –la veneración de la Pachamama–, algo «muy propio de los valores de las comunidades indígenas», dice la misionera. «Tienen esa forma de ver la vida desde la armonía». «No es raro que una reunión sobre un tema agrícola comience con una lectura bíblica que ilumina el tema que se va a tratar, y termine con un ritual para pedir lluvia en tiempo de sequía».
Estas comunidades de la cordillera andina conservan su propia justicia consuetudinaria, reconocida por la Constitución ecuatoriana. A la misionera le impactó un caso reciente, cuando un hombre procedente de Quito reclamó la propiedad de unos terrenos sobre los que –con todas las garantías legales– se habían construido unas cabañas financiadas por Manos Unidas. El caso tenía su complejidad, por lo que se convocó a la asamblea. «La reunión empezó sobre las cuatro de la tarde, con un ritual de purificación. Y se alargó hasta las dos de la mañana. No se limitaron a hablar de la propiedad de las tierras. Abordaron una a una todas las dimensiones del asunto, y surgieron viejas historias y conflictos, como el de una chica a la que este señor había violentado hace muchos años. Así, hasta que el dirigente de la comunidad y el señor terminaron reconciliados en un abrazo».
Del hambre a la abundancia
La comunidad quechua de Palmira tiene sus propias leyes, que Martha resume en tres principios: «No ser mentiroso, no ser ocioso, no ser ladrón». Los castigos –«purificación» los llama ella– son relativamente benignos, del tipo de un jarro de agua fría sobre la cabeza del infractor, u ortigarle si su falta fue más grave. La pena máxima es el ostracismo, la expulsión de la comunidad, reservada para asuntos de alta traición, como es negociar con terceros a espaldas del resto sobre asuntos esenciales para la comunidad.
La cohesión de estas poblaciones indígenas, su fuerte sentido de pertenencia, facilita el trabajo de Maquita, sostiene María Jesús Pérez, si bien reconoce que hay aspectos que necesitan ser depurados, como la sumisión de la mujer. «Siempre hemos sido un poco tímidas, pero poco a poco lo vamos cambiando», añade Martha Roldán, incansable activista de la promoción de la mujer.
Hoy esas culturas se ven amenazadas por las promesas, generalmente falsas, de una vida mejor en la ciudad, que atrae a los jóvenes y va vaciando las aldeas de varones, habitualmente los primeros en emigrar.
Por eso es importante generar nuevas oportunidades en el entorno rural, subraya Carlos Vicente Alconcé, que acaba de regresar a España tras nueve años como expatriado en Ecuador, donde ha coordinado el programa Alli Pacha («tiempos y espacios buenos-propicios»), fruto de un convenio de Manos Unidas con la Agencia Española de Cooperación Internacional por valor de unos doce millones de euros destinados a las dos provincias más pobres del país. Este programa, que entre otros proyectos ha financiado los de Maquita, es «el más ambicioso que la AECID dice haber apoyado en el país», tanto en recursos como por la ambición de sus objetivos.
El tándem Manos Unidas-Maquita, sumado al esfuerzo de otras organizaciones locales y ONG españolas, ha propiciado una transformación sorprendente en Palmira. «Donde había arena árida, ahora es todo verde», destaca la líder local. Con el nuevo sistema de riego ha aumentado sustancialmente la producción y la diversidad de los cultivos. «Antes había temporadas en que no teníamos nada que comer. Ahora estamos felices», añade Roldán.
Manos Unidas se ha retirado de Palmira. La clausura del programa Alli Pacha se celebró el 26 de septiembre, con presencia de su presidenta, Clara Pardo, pero la comunidad seguirá vinculada a la red de economía social y comercio justo de Maquita, contraparte de referencia en Ecuador de la ONG de la Iglesia española para el desarrollo, donde está presente desde hace 48 años. «En algún momento, este fue un país prioritario para nosotros», dice Carlos Vicente Alconcé. «Hoy, gracias a Dios, ya no lo es».
Ricardo Benjumea
Imagen: La misionera María Jesús Pérez,
junto a Clara Pardo, presidenta de Manos Unidas,
con un grupo de mujeres trilladoras de La Moya (Ecuador).
(Foto: Manos Unidas/Ana Pérez)
Unidos contra el gran Goliat
«Los pequeños David debemos unirnos para enfrentar juntos al gran Goliat. Hay que crear la red de organizaciones para afrontar colectivamente el problema de la injusticia, la explotación y la crisis económica provocada por los grandes». Esta es la premisa –expuesta en el libro Veinte años de utopía en el mundo de Goliat– a partir de la cual el misionero italiano Graziano Mason puso en marcha hace 35 años la fundación Maquita Cushunchic (en quechua, «comercializando como hermanos»), organización con la que Manos Unidas trabaja desde 1995.
Mason llegó a Ecuador procedente de Chile, de donde tuvo que huir tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet. También en este país se le acusó de militancia guerrillera y fue hasta seis veces encarcelado durante los años de plomo del presidente León Febres-Cordero, dirigente de un partido paradójicamente llamado Social Cristiano. El proyecto de Maquita, sin embargo, poco tenía de ideología política. Lo que hizo el misionero fue básicamente crear redes para conectar a los pequeños agricultores entre sí y establecer cadenas de comercialización de acuerdo a los principios de la economía social y solidaria. Maquita ofrecía una alternativa a las estratosféricas comisiones de los intermediarios que condenan al productor a la pobreza y llegan con precios muy inflados al consumidor. Creó escuela, hasta el punto –destaca la directora ejecutiva de la fundación, la misionera leonesa María Jesús Pérez– de que hoy el 60 % de las hortalizas que se venden en la capital, Quito, proceden de alguna de estas redes promovidas por las ONG.
Gracias a la formación y a la introducción de novedades técnicas que les proporciona Maquita, esos pequeños agricultores, procedentes hoy de unas 450 comunidades de todo el país, consiguen excedentes que van a parar a los almacenes de la fundación, para desde allí ser vendidos tanto en el mercado nacional como en el internacional, a través de la Organización Mundial de Comercio Justo. En el último año, el volumen de ventas de Maquita superó los doce millones de dólares.
El modelo ha vivido sus años de mayor esplendor al amparo de la Constitución de 2008, que garantiza a las comunidades indígenas derechos sobre sus tierras. «Pero ahora estamos en una fase de retroceso», lamenta Pérez.
Carlos Vicente Alconcé, del departamento de Cofinaciación de Manos Unidas, que acaba de regresar a España tras trabajar durante nueve años como expatriado en Ecuador, cita como ejemplo la nueva ley que autoriza la entrada de cultivos transgénicos en el país siempre que su fin sea la investigación. «Como si no estuvieran ya suficientemente investigados», dice. «¿Qué va a investigar Ecuador, como no sea su implantación?». La gran agroindustria prepara su desembarco y «va logrando poco a poco sus objetivos». De modo que, «como dice el padre Graciano en su libro, estamos apoyando a David, a muchos Davides, en el mundo de Goliat; a pequeñas economías campesinas tradicionales en un mercado neoliberal».
«Dígales de dónde viene la plata»
Una de las peticiones que suele recibir Pompeyo Sancho de los sacerdotes y religiosos con los que trabaja Manos Unidas en sus viajes a Ecuador es: «Dígales de dónde obtiene la plata, para que se den cuenta de lo que cuesta conseguirla». Maestro prejubilado, Sancho trabaja como voluntario desde hace cerca de 15 años en el área de América Latina, en los últimos tiempos con proyectos de Ecuador y Paraguay. Su trabajo, según lo describe, consiste de algún modo en servir de puente con las 72 delegaciones locales, que «hacen lo imposible por conseguir fondos». «Ves a un grupo de señoras en un pueblo que organizan cenas, se inventan todo tipo de actividades, para al final del día conseguir tal vez 500 euros. Pero ese dinero sumado al esfuerzo de otras muchas personas es lo que financia nuestros proyectos», que en más de un 85 % se sostienen gracias a donaciones privadas. «Yo siempre digo que a la gente que aporta a Manos Unidas no le sobra el dinero, le sobra la generosidad».
«Todo esto conmueve muchísimo a los beneficiarios», prosigue. Recientemente, en una asamblea con damnificados por el terremoto de 2016 –que provocó cerca de 700 muertos en Ecuador–, «la gente decía: “No nos podemos creer que haya personas que sin conocernos de nada nos ayuden a levantar nuestras viviendas”».
De ahí la exigencia de controles de transparencia. «No hay un céntimo que no esté sujeto a control, aquí y allí», asegura Sancho. De igual modo, antes de trabajar con una contraparte, se pide un informe al obispo o a un superior religioso. «Para nada –matiza– significa esto que haya una exclusividad con organizaciones católicas, pero siempre entramos en los lugares de la mano de entidades presentes en el terreno que nos ofrezcan la máxima confianza».