El Museo del Prado reúne por primera vez un monográfico la obra del artista Bartolomé de Cárdenas, alias el Bermejo, un maestro del tardomedievo peninsular, prácticamente un desconocido para el público general. Se podrá visitar en la pinacoteca madrileña hasta el 27 de enero
Apenas un par de días después de que el Papa Francisco animara a los cristianos a rezar a san Miguel y pedirle que ayude a la Iglesia a rechazar al demonio, una apoteósica imagen del mismo santo inauguraba (protagonista de los carteles) la nueva exposición del Museo del Prado.
Comisariada por Joan Molina, profesor de la Universitat de Girona, y organizada por el Prado y el Museo Nacional d’Art Catalunya, Bartolomé Bermejo podrá visitarse en la pinacoteca madrileña hasta el próximo 27 de enero del 2019. Se trata de una exposición que por primera vez reúne monográficamente la obra del artista Bartolomé de Cárdenas (h. 1440-h. 1501), alias el Bermejo, todo un maestro del tardomedievo peninsular, que sin embargo hasta hoy era prácticamente un desconocido para el público general.
Los misterios de su biografía (de judeoconverso en época de Inquisición; de artista errante nacido en Córdoba y formado en la Valencia del segundo tercio del siglo XV) contrastan en esta muestra con la claridad de su pintura, que conecta con las emociones, e incluso con lo espiritual, a través de la experiencia de los sentidos.
San Miguel triunfante sobre el demonio con Antoni Joan. National Gallery, Londres.
A la derecha, Flagelación de santa Engracia. Museo de Bellas Artes de Bilbao.
(Fotos: Museo del Prado)
San Miguel triunfante, con todo detalle
Ya en la primera sala de la exhibición, el visitante descubre que Bermejo es un pintor al que hay que tomarse con tranquilidad, para saborear detalle a detalle. Detenerse a mirar sus obras, la mayoría óleos sobre tabla, hasta descubrir los piececitos dorados que Cristo ha dejado sobre el monte cuando ha emprendido su Ascensión. Apreciar el fuerte contraste de los fondos aguamarina y los rojos de los mantos, o deleitarse con las transparencias de las figuras o el pan de oro –ese colás del mundo gótico– con el que se representan las arquitecturas.
Y entonces asombra el San Miguel triunfante sobre el demonio (1468), su primera obra fechada, en la que la firma del artista aparece escrita en un pergamino, dentro de la escena. El mismo juego se repite dentro de la armadura del santo, en la que se refleja la famosa imagen de la Jerusalén celeste, convirtiendo la experiencia espiritual en un hecho de verosimilitud matérica, porque el espectador lo recibe y asimila a través de sensaciones. La textura de la capa, el realismo de la vegetación a los pies de san Miguel o el brillo en los ojos que el demonio tiene en los pezones.
Aproximar las historias de santos al espectador
En la segunda sala, el pintor que había representado al Bautista junto a un cordero con las patas hacia arriba (original símbolo del Calvario) sorprende de nuevo con representaciones de santos a veces poéticas e idealizadas (santa Catalina en una predela, con el lirio y el corazón, en el que chisporrotea una suerte de bengala), pero más a menudo cercanas, explícitas, que aproximan el testimonio de los santos al espectador. Como en la pequeña serie dedicada a santa Engracia, en la que se ve a la joven amarrada a la columna, martirizada en una Zaragoza que Bermejo habitó, y representó colmada de elementos de la cultura nazarí. O como en Santo obispo (¿san Benito de Nursia?), en la que un monje contempla la naturaleza (ora), otro cocina (et labora) y el protagonista parece redactar la célebre regla, sentado en su escritorio, impresionando al espectador «la calidad de las cosas», como escribió en 1926 el historiador valenciano Elías Tormo. La voluptuosidad de la capa pluvial, de los libros como telas, de las tentaciones del mundo que interpretaron los pintores de fines del siglo XV, como Bermejo. Tan influidos por los maestros italianos como por los flamencos.
La mujer del Bermejo no se sabía el credo
Eso dictaminó el inquisidor Maestro Martín en 1486, y parece que, ciertamente, aquel año la esposa de Bermejo fue condenada en Aragón por prácticas judaizantes. Y no fue la única de la pareja que tuvo grandes problemas con la Iglesia de la época: mientras ejecutaba su Santo Domingo de Silos entronizado como obispo (1474-7), para el retablo de la parroquia darocense de santo Domingo de Silos, Bartolomé Bermejo fue excomulgado. Pero nada de eso evitaría que pocos años más tarde, ya instalado en Barcelona, terminara la que para muchos es su mejor pieza, la Piedad Desplà (1490), también presente en la muestra del Prado, llamada así en honor a Lluís Desplà, su comitente.
Muerte y Asunción de la Virgen. Staatliche Museen zu Berlín, Gemäldegalerie.
A la derecha, Virgen de la Misericordia. Grand Rapids Art Museum.
(Fotos: Museo del Prado)
La admiración de los modernos
Hubo que esperar casi al siglo pasado para que la obra de Bermejo fuera recuperada por estudiosos y coleccionistas. Tal vez ese interés se debió a la enorme e inesperada expresividad de sus escenas religiosas, que todavía en la actualidad pueden enamorar nuestra mirada. A los carmini e verdes e violetes de su Virgen de la Misericordia (1479). A la veracidad de los rostros de los apóstoles, en su Muerte y Asunción de la Virgen (1468-72). A la modernidad de su Cruz procesional con el rostro de Cristo y los instrumentos de la Pasión o a los soldados de su Resurrección, descansando como lagartos metálicos alrededor del sepulcro. A todas esas cosas, en fin, que demuestran que el arte es algo más que dorar yeso o dibujarles lágrimas a las madonnas.
Lucía López Alonso
Imagen: Piedad Desplà. Catedral de Barcelona
(Foto: Museo del Prado)