Este caballo tiene 40.000 años. Cuando él nació, el universo ya era muy antiguo, pero los seres humanos apenas llevaban un suspiro en el planeta. En magnitudes cósmicas, apenas lo que dura un parpadeo. Este caballo es anterior a la grandeza de la civilización maya, a la Gran Muralla y a los Jardines Colgantes de Babilonia. Sus primeros pasos por la tundra presagiaron la carga de los húsares alados a las puertas de Viena en el verano de 1683. En la debilidad de sus patas está, como en potencia, el vigor de los jinetes de Balaklava lanzándose contra la artillería rusa en la guerra de Crimea: la delgada línea roja contra cañones, cañones y cañones. Este caballito –casi un potro– nunca conoció el avance de las tropas de Atila, a quien solo pudo detener el Papa León I el Grande, que lo convenció de perdonar a la ciudad de Roma.
Conservado durante 400 siglos en el subsuelo de Siberia, esta cría de caballo prehistórico nos observa como hicieron las pirámides con el ejército de Napoleón en lucha contra los mamelucos. Desde su observatorio subterráneo, esta criatura ha atravesado todos los imperios de Egipto, el ascenso y la caída de 13 dinastías chinas, la grandeza del imperio romano y el esplendor de Carlomagno.
Los científicos de la Universidad Federal del Noreste (Rusia) y los expertos del Museo del Mamut en la lejana Yakutia nos explican que apenas contaba 20 días cuando murió. Conserva la piel, el pelo, las pezuñas y la cola. Uno puede tocarlo y esa sensación viene, a través del tiempo y del hielo, desde 40.000 años atrás. Este antepasado de Rocinante, Babieca y Veillantif –el corcel del paladín Roldán a quien estalló el corazón por soplar el olifante en Roncesvalles– este caballo milenario, digo, ha esperado intacto, protegido por el permafrost (una capa de suelo permanentemente congelado) hasta que llegásemos nosotros a descubrirlo y, en cierto modo, a liberarlo.
Ahora lo atesoran los investigadores, que tal vez lo acaricien en secreto mientras los demás observamos esta foto que lo muestra casi en posición fetal como si buscase el calor maternal de una yegua intemporal. «Los tejidos del animal están intactos y bien preservados», explica el profesor Semyon Grigoriev. ¿Cómo serán los músculos de este animal que ya era muy antiguo antes de que Abraham partiese de Ur de Caldea? ¿Serán como los de los caballos de los príncipes árabes? Miguel Strogoff, el correo del Zar, cruzó toda Siberia para advertir al hermano del emperador de la traición del malvado Iván Ogareff. Quizás su montura descendiese de algún ejemplar como éste que los estudiosos examinan.
Esta criatura duerme un sueño que nos desafía. Tratamos de entender el universo, el planeta Tierra y el misterio de la vida y vamos descubriendo el inmenso prodigio de la naturaleza. Si es cierto, como dijo Scholem, que hay un misterio en el mundo, nosotros podríamos señalar, con el rabino Jonathan Sacks, que la ciencia nos sirve para descomponerlo y ver cómo funciona mientras que la fe nos sirve para comprender qué significa. Durante milenios, los hombres y las mujeres nos hemos preguntado por el misterio del mundo contemplando las estrellas o explorando las profundidades del océano y la tierra. Allí nos esperan tesoros como este potrillo acurrucado en el frío. Decía la Fides et ratio que «el descubrimiento y el incremento de las ciencias matemáticas, físicas, químicas y de las aplicadas son fruto de la razón y expresan la inteligencia con que el hombre consigue penetrar en las profundidades de la creación». En esta foto podemos admirar una de sus maravillas.
Francisco ha escrito en Laudato si que «nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos». Ahora a nuestra hermana y a nuestra madre, pues, le ha aparecido un potrillo congelado acunado entre el frío y el tiempo. Si llamó hermano a un lobo, no creo que san Francisco hubiese dudado en llamar del mismo modo a este caballo que parece dormido. Es un tesoro que nos llega desde los albores del mundo, desde aquel tiempo en que la noche era la oscuridad y los caballos corrían libres por las praderas.
Ricardo Ruiz de la Serna
(Foto: Michil Yakoklev/Universidad Federal del Noreste)