Hay una conjura contra la vida, como ya señaló san Juan Pablo II. Nos alejamos del personalismo para caer en las garras del utilitarismo, el individualismo y el relativismo más profundos y despiadados
El 22 de enero de 1973 se legalizó el aborto en Estados Unidos a través de una sentencia de la Corte Suprema. Desde entonces, los países que admiten esta práctica no han dejado de incrementarse: Canadá, Cuba, Ciudad de México, Uruguay, India, los países de la extinta URSS, la mayoría de los países de Europa. El jueves pasado veíamos cómo la Cámara de Diputados de Argentina daba un paso en esta dirección.
Los esfuerzos por cambiar la legislación sobre la eutanasia han tenido un éxito mucho más limitado hasta ahora. Holanda la legalizó en 2001 (aunque esta práctica era tolerada desde 1993), Bélgica en 2002 y Luxemburgo en 2009. Colombia la reguló en 2015 a instancias de la Corte Constitucional, y el 9 de marzo de este año también lo hizo para aplicar la eutanasia a niños y adolescentes. Canadá la autorizó, en una ley que disgusta a unos y otros, en 2016. El pasado 8 de mayo el Congreso de los Diputados de España aceptó tramitar la propuesta para despenalizar la eutanasia impulsada desde el parlamento catalán; días antes el PSOE había registrado una propuesta en la misma dirección.
Sin necesidad de una ley específica, el Tribunal Federal de Suiza afirmó en noviembre de 2006 que el suicidio médicamente asistido era legal en ese país. En Estados Unidos lo permiten Oregón, Washington, Montana, Vermont, California, Colorado y el distrito de Columbia. También es legal en el Estado de Victoria, en Australia, pero esta ley entrará en vigor en 2019 y estará restringida a pacientes con enfermedades terminales en pleno ejercicio de sus facultades mentales y con una esperanza de vida de menos de seis meses, de ahí que David Goodall, de 104 años, se tuviese que trasladar de todos modos a Suiza.
«Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo»: con esta frase iniciaron, en 1848, Karl Marx y Friedrich Engels el manifiesto comunista. Hoy nosotros podemos decir que ese fantasma es el de una cultura de la muerte, una especie de conjura contra la vida, como ya señaló en 1995 san Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae, y que no solo recorre Europa sino el mundo entero. Y lo decimos no con el regocijo que invadía a Marx y Engels, sino con gran inquietud y tristeza. Nos alejamos de los principios éticos del personalismo para caer en las garras del utilitarismo, el individualismo y el relativismo más profundos y despiadados.
La raíz del problema es que se consideran estas prácticas solo desde el horizonte de los derechos y las libertades civiles, de tal modo que avanzar en su legalización es una cuestión de progreso y desarrollo… La propia Organización Mundial de la Salud considera el aborto como un tema de salud pública y de derechos humanos. Las feministas también han incorporado el aborto en su lista de reivindicaciones, curiosamente porque resulta que muchas de las primeras feministas se habían posicionado en contra. Pero lo bien cierto es que hoy, si uno quiere ser progresista, tiene que estar del lado del aborto y de la eutanasia.
Flaco favor a la causa de la vida
Los católicos claramente estamos en contra de ambas prácticas. Pero nuestras manifestaciones públicas al respecto, incluidas las reiteradas y cansinas declaraciones de nuestros obispos y sacerdotes, me parece a mí que flaco favor hacen a la causa de la vida. Lo digo porque a ojos de muchos convierten esto en un asunto religioso, y no lo es: es una cuestión ética, y como tal debe argumentarse. Cuántas veces hemos tenido que oír eso de «fuera rosarios de nuestros ovarios» y lemas semejantes. Tampoco ayuda, precisamente, que un personaje como el actual presidente de EE. UU., Donald Trump, se declare contrario a estas prácticas y declare el 22 de enero como Día Nacional de la Santidad de la Vida Humana.
«Yo os envío como a ovejas en medio de lobos: sed, entonces, astutos como serpientes y sencillos como palomas»: estas palabras de Mateo 10, 16 siempre me han hecho pensar mucho. He llegado a la conclusión de que, en esta crucial hora de la historia, no estamos aplicándolas. Y, dramáticamente, esto no solo perjudica a la Iglesia en cuanto institución sino que, lo que es mucho más grave, a la causa de la vida. No así el Papa Francisco, de ahí su éxito y su enorme fecundidad apostólica. Que es tan santo y tan padre como sus predecesores, algo que algunos se empecinan en olvidar.
José Ramón Amor Pan
Coordinador del Observatorio de Bioética y Ciencia de la Fundación Pablo VI
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