Homilía del P. Raniero Cantalamessa el Viernes Santo
(ZENIT – 30 marzo 2018).- “Jesús en la cruz no sólo nos ha dado el ejemplo de un amor de donación llevado hasta el extremo; nos ha merecido la gracia de poderlo ejercitar, en pequeña parte, en nuestra vida”, ha explicado el padre Raniero Cantalamessa.
El predicador de la Casa Pontificia ha pronunciado la homilía de la celebración de la Pasión del Señor, presidida por el Papa Francisco en la Basílica de San Pedro.
“El agua y la sangre que brotaron de su costado llegan a nosotros hoy en los sacramentos de la Iglesia, en la Palabra, aunque sólo mirando con fe al Crucificado”, ha indicado el P. Cantalamessa.
A las 17 horas, este Viernes Santo, 30 de marzo de 2018, el Pontífice ha presidido en la Basílica Vaticana la celebración de la Pasión del Señor.
Durante la Liturgia de la Palabra se ha leído el relato de la Pasión según Juan. Luego el Predicador de la Casa Pontificia, el P. Raniero Cantalamessa, franciscano capuchino, ha pronunciado la homilía.
La Liturgia de la Pasión continuó con la Oración universal y la adoración de la Santa Cruz y concluyó con la Santa Comunión.
RD
Imagen: Francisco adora la Santa Cruz,
Viernes Santo 30/03/2018
(© Vatican Media)
Homilía del P. Raniero Cantalamessa
«QUIEN LO HA VISTO DA TESTIMONIO DE ELLO»
Predicación del Viernes Santo 2018, en la Basílica de San Pedro
Al llegar donde estaba Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua. Quien lo ha visto da testimonio de ello y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis (Jn 19, 33-35).
Nadie podrá nunca convencernos de que esta solemne declaración no corresponda a la verdad histórica, que quien dice que estaba allí y vio, en realidad no estaba allí y no vio. En este caso se juega en ello la honestidad del autor. En el Calvario, a los pies de la cruz, estaba la Madre de Jesús y, junto a ella, «el discípulo que Jesús amaba». ¡Tenemos un testigo ocular!
Él «vio» no sólo lo que ocurría bajo la mirada de todos. A la luz del Espíritu Santo, después de la Pascua, vio también el sentido de lo que había sucedido: que en ese momento era inmolado el verdadero Cordero de Dios y se realizaba el sentido de la Pascua antigua; que Cristo en la cruz era el nuevo templo de Dios, de cuyo costado, como había predicho el profeta Ezequiel (47,1ss.), brota el agua de la vida; que el espíritu que él entrega en el momento de la muerte (Jn 19, 30) da comienzo a la nueva creación, como «el Espíritu de Dios», aleteando sobre las aguas había transformado, al principio, el caos en el cosmos. Juan, entendió el sentido recóndito de las últimas palabras de Jesús: «Todo está cumplido».
Pero, ¿por qué —nos preguntamos—, esta ilimitada concentración de significado en la cruz de Cristo? ¿Por qué esta omnipresencia del Crucificado en nuestras iglesias, en los altares y en cualquier lugar frecuentado por cristianos? Alguien ha sugerido una clave de lectura del misterio cristiano, diciendo que Dios se revela «sub contraria specie», bajo lo contrario de lo que él es en realidad: revela su potencia en la debilidad, su sabiduría en la necedad, su riqueza en la pobreza…
Esta clave de lectura no se aplica a la cruz. En la cruz Dios se revela «sub propia specie», por lo que él es, en su realidad más íntima y más verdadera. «Dios es amor», escribe Juan (1 Jn 4,10), amor oblativo, y sólo en la cruz se hace manifiesto hasta dónde se abre paso esta capacidad infinita de auto-donación de Dios. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); «Tanto amó Dios al mundo que dio (¡a la muerte!) al Hijo unigénito» (Jn 3,16); «Me amó y entregó (¡a la muerte!) a sí mismo por mí» (Gál 2,20).
En el año en que la Iglesia celebra un Sínodo sobre los jóvenes y quiere ponerlos en el centro de la propia preocupación pastoral, la presencia en el Calvario del discípulo que Jesús amaba, encierra un mensaje especial. Tenemos todos los motivos para creer que Juan se adhirió a Jesús cuando todavía era bastante joven. Fue un auténtico enamoramiento. Todo el resto pasó de golpe a segunda línea. Fue un encuentro «personal», existencial. Si en el centro del pensamiento de Pablo está el obrar de Jesús, su misterio pascual de muerte y resurrección, en el centro del pensamiento de Juan está el ser, la persona de Jesús. De ahí todos esos «Yo soy» de resonancias eternas que salpican su Evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», «Yo soy la luz», «Yo soy la puerta», simplemente «Yo soy».
Juan era, casi con certeza, uno de los dos discípulos del Bautista que, al comparecer en la escena de Jesús, fueron detrás de él. A su pregunta: «Rabbì, ¿dónde vives?», Jesús respondió: «Venid y veréis». «Fueron, pues, y ese día se quedaron con él; eran aproximadamente las cuatro de la tarde» (Jn 1,35-39). Esa hora decidió sobre su vida y por eso nunca la olvidó.
Justamente nos esforzaremos en este año por descubrir qué espera Cristo de los jóvenes, qué pueden dar a la Iglesia y a la sociedad. Lo más importante, sin embargo, es otra cosa: es hacer conocer a los jóvenes lo que Jesús tiene que aportarles. Juan lo descubrió estando con él: «vida en abundancia», «alegría plena».
Hagamos que en todos los discursos sobre los jóvenes y a los jóvenes resuene en el trasfondo la apremiante invitación del Santo Padre en la Evangelii gaudium: «Invito a todo cristiano, en cualquier lugar y situación que se encuentre, a renovar hoy mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de buscarlo cada día sin descanso.
No hay motivo para que alguien pueda pensar que esta invitación no es para él» (EG 3). Encontrar personalmente a Cristo también es posible hoy porque él está resucitado; es una persona viva, no un personaje. Todo es posible después de este encuentro personal; nada cambiará realmente en la vida sin él.
Además del ejemplo de su vida, el evangelista Juan dejó también un mensaje escrito a los jóvenes. En su Primera Carta leemos estas conmovedoras palabras de un anciano a los jóvenes de sus Iglesias:
«Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno. ¡No améis el mundo, ni las cosas del mundo!» (1 Jn 2,14-15)
El mundo que no debemos amar, y al cual no debemos someternos, no es, lo sabemos, el mundo creado y amado por Dios, no son los hombres del mundo a cuyo encuentro, por el contrario, siempre debemos ir, especialmente a los pobres, a los últimos. El «mezclarse» con este mundo del sufrimiento y de la marginación es, paradójicamente, el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allá donde el mundo evita ir con todas sus fuerzas. Es separase del principio mismo que rige el mundo, es decir, el egoísmo.
No, el mundo que no hay que amar es otro; es el mundo tal como ha llegado a ser bajo el dominio de Satanás y del pecado, «el espíritu que está en el aire» lo llama san Pablo (Ef 2,1-2). Un papel decisivo desempeña en él la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde por el aire a través de las infinitas posibilidades de la técnica. «Se determina un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente se puede sustraer. Nos atenemos al espíritu general, lo consideramos evidente. Actuar o pensar o decir algo contra él es considerado cosa absurda o incluso una injusticia o un delito. Entonces no se osa ya situarse frente a las cosas y a la situación, y sobre todo a la vida, de manera diferente a como las presenta»1.
Es lo que llamamos adaptación al espíritu de los tiempos, conformismo. Un gran poeta creyente del siglo pasado, T.S. Eliot, escribió tres versos que dicen más que libros enteros: «En un mundo de fugitivos, la persona que toma la dirección opuesta parecerá un desertor»2.
Queridos jóvenes cristianos, si se le permite a un anciano como Juan dirigirse directamente a vosotros, os exhorto: ¡Sed de los que toman la dirección opuesta! ¡Tened la valentía de ir contra corriente! La dirección opuesta, para nosotros, no es un lugar, es una persona, es Jesús nuestro amigo y redentor.
Se os confía particularmente una tarea a vosotros: salvar el amor humano de la deriva trágica en la que ha terminado: el amor que ya no es don de sí, sino sólo posesión —a menudo violenta y tiránica— del otro. En la cruz Dios se reveló como ágape, amor que se dona. Pero el ágape nunca está separado del eros, del amor de búsqueda, del deseo y de la alegría de ser amado. Dios no nos hace sólo la «caridad» de amarnos: nos desea; en toda la Biblia se revela como esposo enamorado y celoso. También el suyo es un amor «erótico», en el sentido noble de este término. Es lo que explicó Benedicto XVI en la encíclica «Deus caritas est».
«Eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente […]. La fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones» (nn.7-8).
No se trata, pues, de renunciar a las alegrías del amor, a la atracción y al eros, sino de saber unir al eros el ágape, al deseo del otro, la capacidad de darse al otro, recordando lo que san Pablo refiere como un dicho de Jesús: «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35).
Es una capacidad que no se forja en un día. Es necesario prepararse para donarse totalmente uno mismo a otra criatura en el matrimonio, o a Dios en la vida consagrada, empezando por donar el propio tiempo, la sonrisa y la propia juventud en la familia, en la parroquia, en el voluntariado. Lo que muchos de vosotros silenciosamente hacéis.
Jesús en la cruz no sólo nos ha dado el ejemplo de un amor de donación llevado hasta el extremo; nos ha merecido la gracia de poderlo ejercitar, en pequeña parte, en nuestra vida. El agua y la sangre que brotaron de su costado llegan a nosotros hoy en los sacramentos de la Iglesia, en la Palabra, aunque sólo mirando con fe al Crucificado. Juan vio proféticamente una última cosa bajo la cruz: hombres y mujeres de todo tiempo y de cada lugar que miraban a «quien fue traspasado» y lloraba de arrepentimiento y de consuelo (cf. Jn 19, 37; Zac 12,10). A ellos nos unimos también nosotros en los gestos litúrgicos que seguirán dentro de poco.
[1] H. Schlier, Demoni e spiriti maligni nel Nuovo Testamento, in Riflessioni sul Nuovo Testamento (Paideia, Brescia 1976) 194s.
[2] T. S. Eliot, Family Reunion, part II, sc. 2: «In a world of fugitives – The person taking the opposite direction – Will appear to run away».
© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco