Las experiencias políticas posteriores a la Primera Guerra Mundial ocasionaron una espantosa degradación moral que debe servir de severa advertencia para quienes deseen hoy traspasar los espacios de seguridad de nuestra civilización
El siglo XX fue, según Albert Camus, el siglo del miedo. Y el nuestro como hijo del anterior ha heredado, además, su gran paradoja de suma de tragedia y esperanza, de poder y abuso, de falsas libertades y sentimiento de inseguridad, de humanismo y barbarie. Las experiencias políticas posteriores a la Primera Guerra Mundial permitieron que el terror cobrara forma, adquiriera nombres, ganara adictos e, incluso, buscara dignificarse con mitos que prometían la liberación de los compatriotas mediante el exterminio de quienes habían sido designados como enemigos del pueblo. Aquellas experiencias ocasionaron una espantosa degradación moral que debe servir de severa advertencia para quienes deseen hoy traspasar los espacios de seguridad de nuestra civilización; han de actuar de cordón sanitario ante el radicalismo político y las ideologías que justifican el desprecio a la libertad individual y el envilecimiento comunitario bajo liderazgos mesiánicos y populismos desbordados.
Conmemoramos en estos días el centenario de la Revolución rusa y, con la perspectiva de un mundo tan influido por ella, el acontecimiento brinda una ocasión magnífica a los historiadores para ofrecer una interpretación adecuada del discurrir de una utopía que terminaría convirtiéndose para millones de personas en una horrible pesadilla. Ya lo había profetizado Lenin cuando dijo que la violencia acompañaría forzosamente el hundimiento del capitalismo y el parto de la sociedad comunista. Con idéntica indecencia, pero con más poesía, lo escribió Louis Aragon: «Los ojos azules de la revolución brillan con una crueldad necesaria».
Gentes sumisas que nunca reían
Después de que los bolcheviques disolvieran la Asamblea Constituyente rusa en nombre de la libertad, Rosa Luxemburgo les dijo: «La libertad de opinión es siempre la libertad de aquel que no piensa como nosotros». Su libertad es condición de la mía. Pero, lamentablemente, no fue esa la idea que empujó los vientos de la revolución. «Nosotros nunca hemos hablado de libertad sino de dictadura del proletariado… El problema no es de libertad, pues respecto de esta siempre preguntamos: Libertad, ¿para qué?». Fernando de los Ríos se debió de quedar atónito en 1920 cuando escuchó, de labios del mismísimo Lenin, el acta de defunción de una de las grandes conquistas de la humanidad. En su libro Mi viaje a Rusia, el intelectual socialista confesaría la penosa sensación que le había producido la capital de la revolución mundial, poblada de gentes sumisas que nunca reían. Su voz, sin embargo, sería acallada muy pronto por las de otros viajeros de la izquierda española, más maleables al espejismo, que recorrieron fascinados la Rusia de los soviets en trenes henchidos de pasión propagandística.
¿Queremos olvidar el siglo? ¿Olvidar sus utopías sumergidas en el terror? El amor por Stalin, el Gran timonel, el Padre de los pueblos, el Libertador de los oprimidos, el Guía supremo con los ojos prendidos del alba es uno de los capítulos más siniestros del siglo XX. En un país donde la gente que iba a trabajar se despedía de su familia todos los días porque nadie estaba seguro de regresar por la noche, Stalin obligó a los desgraciados cronistas de su despotismo a una reescritura permanente de la historia para escapar del pelotón de fusilamiento o de los campos de muerte del Gulag. Al mismo tiempo, los líderes de los partidos comunistas europeos no solo ocultaban la atroz realidad del paraíso soviético, sino que difundían por Occidente la farsante imagen de un régimen benefactor del pobre y el obrero.
Civilización sin recursos espirituales
Stalin dijo que mientras una muerte es una tragedia, un millón de muertes es simple estadística. No. Como mínimo un millón de muertes es un millón de tragedias. Como mínimo todo expediente es un destino humano descuartizado. La propaganda del estalinismo es estremecedora: innumerables intelectuales que vivían a resguardo del terror, que no se resistieron a la seducción del poder y el dinero, vitorearon a una de las mayores tiranías de todos los tiempos. ¿No escribió Alberti que sin Stalin ni siquiera el sol podía brillar como brillaba? Y cuando la opinión mundial empezaba a darse cuenta de la mentira del padrecito Stalin, del Educador de la humanidad, ¿Neruda no se había despedido de él con unos versos desmesurados «al capitán lejano que al entrar en la muerte / dejó a todos los pueblos, como herencia, su vida?».
«Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo», escribió el gran T.S. Elliot en su Tierra baldía. Nosotros hemos aprendido la lección del miedo entre los cascotes de un siglo expoliado que dejó a toda una civilización sin los recursos espirituales para comprenderse a sí misma y preservar sus principios. Y nos defenderemos de ese vitalismo irracionalista, de esa orgía de fanatismo y envilecimiento, de esa mezcla de desesperación y utopía, de esa violencia atroz contra el sentido de las palabras que tantas veces han alumbrado en Europa las formas más perversas del populismo antiliberal. Nos protegeremos de quienes nos quieren arrebatar nuestra condición moral, la sabiduría de nuestra tradición, el legítimo orgullo y el grave deber de conservar esa herencia siempre acosada, siempre pendiente de la fuerza de nuestra voluntad.
Fernando García de Cortázar, SJ
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
Imagen: El bolchevique, obra realizada en 1920 por Boris Kustodiev
(Galería de Triakov, Moscú)