La fe debe servir para relativizar las diferencias políticas y animar a todos a trabajar juntos por una sociedad más inclusiva
Las tensiones nacionalistas han sido una constante en España desde la restauración de la democracia, pero con el desafío catalán la sensación es que hemos llegado al borde del precipicio. Esto ocurre, paradójicamente, en un momento en que Cataluña goza de la mayor capacidad de autogobierno de su historia. Su soberanía real y nivel de protección de los derechos individuales es seguramente muy superior al que ofrecería una hipotética república desgajada de España y la UE. A lo cual hay que añadir que la causa independentista no encuentra fácilmente fundamentos históricos, ni puede invocar legítimamente el derecho de autodeterminación, reconocido internacionalmente para procesos de descolonización o donde los derechos de una minoría son violados. El principal argumento a favor de la independencia es la voluntad subjetiva de una parte considerable de los ciudadanos que viven en Cataluña y sienten que su identidad catalana ha dejado de ser compatible con su identidad española. Convicción sentimental a la que muchos han llegado, no como resultado de una reflexión personal, sino probablemente por la presión del ambiente cultural e ideológico, legitimada por el relato sobre la represión de lo catalán durante el régimen político anterior.
El problema catalán tiene más que ver con sentimientos que con razones objetivas, lo cual no le resta gravedad. Los desgarros que se perciben en las familias y en la sociedad catalana empiezan a ser preocupantes. Los llamamientos a la sensatez y al diálogo de los obispos catalanes están plenamente justificados, aunque no toda la Iglesia ha actuado con esa prudencia. Es la vieja tentación de invocar al Evangelio en defensa de las opiniones o intereses personales, actitud que tanto molesta cuando son otros los que incurren en ella. Por eso hay que dejar claro que una cosa es que existan diferentes posturas políticas legítimas entre los católicos, y otra muy distinta absolutizarlas. La fe más bien debe servir para relativizar esas diferencias, y animar a los creyentes de todo signo político a trabajar juntos y con el resto de la sociedad por construir un marco de convivencia más justo en el que nadie se sienta excluido.
Alfa y Omega
(Foto: EFE/Toni Albir)