Europa ha tomado partido. Frente a los derechos humanos, ha elegido el control de fronteras. El cambio de rumbo afecta a personas concretas que huyen de la muerte y del hambre con sus hijos a cuestas. El fotoperiodista Javier Bauluz, Premio Pulitzer de Periodismo, ha participado en las Jornadas de delegados y agentes de Pastoral de Migraciones organizadas por la Conferencia Episcopal en El Escorial (Madrid), y nos acerca algunos historias que ponen rostro a ese sufrimiento en Lesbos e Idomeni (Grecia) y en Gevgelija (Macedonia). Pero también en Motril (Granada), donde Bauluz documenta el trato inhumano a inmigrantes recién rescatados por la Guardia Civil
Idomeni, frontera de Grecia con Macedonia. Agosto de 2015
«¿Por qué gritan órdenes como si fuésemos perros?»
Nadie sabe lo que se van a encontrar. Demasiadas noticias contradictorias. Tras la declaración del estado de emergencia en Macedonia, el despliegue militar y el cierre temporal de la frontera, se sucedieron los gases lacrimógenos, los palos y las granadas aturdidoras ante el intento desesperado de miles de personas de entrar.
Las voces se convierten en murmullos, caminan casi a tientas entre las traviesas del ferrocarril. La gravilla gruesa dificulta el andar y hace peligrar los tobillos a cada paso. Nadie se queja. Los padres suben a sus hijos en hombros y siguen avanzando.
Al fondo se ven luces reflejadas en los raíles de una curva. Bajan el ritmo, no saben qué hay al otro lado. Ahora las vías están iluminadas por postes de luz, ya pueden ver sus pies otra vez. Otra curva y empezamos a caminar entre las negras sombras de vagones de carga estacionados. Otros grupos de 30, 40, 80 personas salen a nuestro encuentro y se unen al conjunto. La sensación de seguridad individual crece.
Al fondo se perciben unas sombras humanas que nos deslumbran con potentes focos de luz. Se escuchan fuertes gritos en la oscuridad: «Stop! Stop!» «Sit! Sit!» Un muro de hombres armados nos impide el paso. Los murmullos de los caminantes pasan el mensaje: «Está cerrado, no podremos pasar». Muchos ojos brillan húmedos y desencajados cuando las ráfagas de luz de las linternas macedonias pasan por sus rostros.
El grupo, ya más de 200 personas, sigue avanzando. Pronto se agolpa y se compacta. Cuerpo contra cuerpo nos apiñamos en la oscuridad contra la masa humana detenida frente a los fornidos hombres armados que levantan sus porras visibles entre las luces de sus linternas. No nos podemos mover.
Los uniformados empiezan a gritar: Sit! Sit!, para que la gente se siente delante de ellos. «¿Por qué nos gritan órdenes como si fuéramos perros? No somos animales, somos personas que huimos de la guerra en nuestro país». El alambre de espino lleno de jirones de ropa cierra el paso a los lados de la vía. Durante varias horas les obligan a permanecer sentados en el suelo mojado, lleno de barro y basura.
Motril, Granada. Junio de 2017
Traslado de los migrantes del calabozo en Motril
a un Centro de Internamiento de Extranjeros.
Foto: Javier Bauluz.
De la patera al calabozo. 92 personas en 200 metros cuadrados durante tres días
Tras ser rescatados por la Guardia Civil en el mar y trasbordados a la Salvamar Hamal, los migrantes fueron llevados al puerto de Motril, Granada, el pasado 3 de junio. Entre ellos cinco menores de edad y seis mujeres, algunas en aparente mal estado de salud.
Tras bajar del barco de rescate sobre las 19:30 horas, las 92 personas fueron recibidas por Cruz Roja, y tras una breve conversación de un minuto sobre su estado de salud, y la entrega de calzado, ropa y alimentos, la mayoría de ellas fueron llevados al calabozo por la Policía Nacional. Unas 20 personas pasaron al cuarto de Cruz Roja para ser atendidas por los voluntarios y enfermera. Tras varias horas todas fueron ingresadas en el calabozo. Ninguna fue trasladada al hospital.
Las menores y adultos permanecieron durante tres días en el calabozo durmiendo en el suelo, con unas esterillas por todo acomodo en los aproximadamente dos metros cuadrados de espacio por persona. Las mujeres disponen de varias literas.
Tras más de 72 horas encerrados, a las 19:40 horas del lunes, 5 de junio, las personas migrantes fueron sacadas del calabozo, atadas de dos en dos, e introducidas en un autobús privado escoltado por dos furgonetas de la unidad antidisturbios de la UIP.
El periodista fue identificado, y sus datos apuntados, por el mando de la fuerza de escolta hasta que los últimos migrantes estuvieron el autobús con dirección al CIE por orden del juez. Un reciente informe del Servicio Jesuita a Migrantes indica que el 75 % de los internados en los CIE son personas recién llegadas en pateras que no han tenido ocasión de cometer delito alguno y que la mayoría no son expulsados. EL SJM califica de «desproporción e ineficiencia que añade sufrimiento» al internamiento en los CIE y el cardenal Osoro ha pedido «alternativas dignas» a los CIE.
Gevgelija, Macedonia. Agosto de 2015
Refugiados esperan en la estación de Gevgelija.
Foto: Javier Bauluz.
Perder el tren para no perder la familia
La tensión sube a medida que pasa la hora de salida del tren que no llega. Se escucha un clamor cuando a lo lejos se vislumbra la figura de la vieja máquina. Centenares de personas se abalanzan sobre las puertas antes de que el convoy se detenga. Un policía comienza a golpear con su porra a los pasajeros más cercanos, mientras otros trepan por las ventanillas para no quedarse en tierra. Un padre de cuatro niños consigue, con gritos de «Family! Family!», subir finalmente al último asustado pequeño.
Varias familias quedan separadas en la debacle. Un padre con tres hijos grita por la ventanilla a los policías que dejen subir a la madre que se ha quedado rezagada en el andén. Los policías hacen caso omiso a sus súplicas y a los varios avisos que un periodista les da. Otras dos familias incompletas son obligadas a bajarse del tren si no quieren quedar separadas de sus hijos o padres. Mantener junta a la familia es la prioridad absoluta, muchas veces casi misión imposible, para los padres y madres. Si se pierden no saben si se podrán volver a encontrar en un camino del que no saben ni adónde va.
Un policía se lleva detenidos a los dos periodistas. No tienen el permiso escrito, diario, para hacer fotografías en la caótica estación. Tras casi una hora detenidos son puestos en libertad con la amenaza de peores consecuencias. Dos veces más serán detenidos en los siguientes días, afortunadamente sin graves problemas.
Pasan las horas y el viejísimo tren de metal se convierte en un horno para las personas hacinadas en su interior. Las escasas botellas de agua se convierten en una necesidad absoluta para los niños, que casi no pueden ni respirar dentro de los vagones. Por las ventanillas abiertas se ven bebés asomados, sujetos por sus agobiados y sudorosos padres, cuyos ojos se iluminan cuando alguien les entrega un poco de agua desde el andén. Las escenas de la estación recuerdan a los vagones de ganado en el que los judíos eran llevados a los campos de exterminio.
Lesbos, Grecia. Noviembre de 2015
Un padre abraza a su bebé al desembarcar de un bote inflable
tras cruzar el Egeo desde Turquía
Foto: Javier Bauluz
«Tuvimos que decidir quién vive y quién muere»
A toda prisa Oscar y Gerard preparan las motos acuáticas. Saben que cada segundo cuenta. Centenares de refugiados se están ahogando a pocos kilómetros de su base en To Kyma. Nico y Oriol se suben en marcha sobre las camillas vacías. Todavía no saben qué se van a encontrar en alta mar. «Tuvimos que decidir quién vive y quién muere», nos contaba después Óscar Camps, el alma del dispositivo de rescate financiado con sus propios ahorros y, más tarde, con la solidaridad de miles de ciudadanos de todo el mundo ante la incapacidad e inacción manifiestas de los gobiernos de Europa.
«Lo más duro era tomar a los niños de los brazos de sus padres sabiendo que era muy posible que nunca más se fueran a ver». Los barcos de los guardacostas griegos y del Frontex europeo, que no están preparados para faenas de rescate sino policiales, se mostraron totalmente ineficaces para salvar a las más de cuarenta personas muertas o desaparecidas, muchos de ellos niños.
Dos niñas y dos niños de unos siete años son encontrados vagando por el puerto. Buscan a sus padres perdidos en el mar unas horas antes. Una voluntaria los acompaña al local donde se hacinan docenas de supervivientes. Los niños atisban desde la puerta con la esperanza de que sus padres estén entre los rescatados. Entre los murmullos y sollozos que llenan la sala, la voluntaria grita su apellido. Una mujer se levanta. La niñas saltan entre los cuerpos cubiertos de mantas y se abrazan a ella. Cuando el fotoperiodista abandona la sala un rato después, los dos niños están sentados en una esquina, solos. Sus padres siguen sin aparecer.
En los días siguientes, a los fotoperiodistas nos corresponde la labor de buscar por las playas los cuerpos de los ahogados para documentar lo que no se quiere ver. Emociona ver a una mujer griega llorar desconsolada mientras abraza el pequeño cuerpo de un bebé ahogado que acaba de encontrar cerca de su casa.
Alfa y Omega
Javier Bauluz
Fotoperiodista. Premio Pulitzer
Imagen: Refugiados caminan por vías del tren por la noche
en la frontera de Grecia con Macedonia.
Foto: Javier Bauluz