La fragmentación del saber, por su propio dinamismo, acarreó la desaparición de la figura del sabio para sustituirla por la del especialista
El desarrollo de las ciencias experimentales y la consiguiente fragmentación del saber es un fenómeno que comienza con la revolución científica del siglo XVII y queda establecido con los espectaculares avances técnicos y científicos de la revolución industrial. Se trata de un fenómeno social complejo con importantísimas implicaciones en el mundo de la educación. La fragmentación del saber, por su propio dinamismo, acarreó la desaparición de la figura del sabio para sustituirla por la del especialista.
El caballero culto, tan celebrado en el Renacimiento, era hombre de armas y de letras, de ciencias y de artes. Con el desarrollo y ampliación de los conocimientos, este hombre, que hasta entonces había podido moverse con soltura en todo tipo de arenas intelectuales, tuvo que dejar paso al experto, cuya rasgo definitorio es el de ser una gran autoridad en su parcela y andar bastante ralo de conocimientos fuera de ella. Algunos se han atrevido a señalar a Leonardo da Vinci como el último gran sabio de la historia europea.
Hasta donde me llega la memoria en estos temas, tengo que decir que desde hace décadas, desde mi juventud, vengo oyendo dolerse de este hecho a diversas voces del mundo de las humanidades ya que las humanidades han ido perdiendo valoración social frente a las disciplinas técnicas y experimentales. La crítica, que en gran medida comparto, se resume en entender que si un especialista en su campo resulta ser un desconocedor de lo está fuera de él, que es casi todo, en realidad estamos ante un hombre ignorante.
Si el experto en una sola cosa no cultiva, al menos en cierto grado, más parcelas que la suya, acabará siendo un hombre de cultura desequilibrada, intelectualmente inarmónico, o sea, un ignorante especializado. Y un ignorante especializado, no por especializado, deja de ser un ignorante.
Ahora bien, a la vez hay que decir que la figura del especialista es absolutamente imprescindible. No hay manera de avanzar en el conocimiento si no es contando con especialistas y superespecialistas en los campos más específicos porque no hay posibilidad de abarcar los conocimientos en constante evolución y desarrollo ni siquiera de cualquiera de las grandes áreas del saber, pongamos por ejemplo, la historia.
De este modo parece como si hubiéramos desembocado en un dilema de difícil solución. ¿Por qué apostamos? El dilema, que tiene consecuencias de gran calado para la educación, es más ficticio que real. Apostamos por las dos cosas: una preparación genérica amplia, cuanto más amplia y abierta mejor en los años previos a la Universidad o a la formación profesional y una formación específica cuidada y exigente con vistas al desempeño de una profesión. La apuesta incluye no solo los conocimientos necesarios para el ejercicio profesional sino todos aquellos que suponen la actualización y el desarrollo de las capacidades y cualidades personales de cada individuo: aficiones, intereses, habilidades artísticas, deportivas, científicas, manuales, etc.
Podría parecer que con esto último habríamos completado los requerimientos de la formación intelectual y humana de la persona y en consecuencia, su mapa educativo quedaría concluido. Supongamos que así fuera, supongamos que alguien consigue un amplio y profundo bagage de conocimientos y experiencia, demos por hecho que se han desarrollado de manera óptima todos los talentos personales. ¿Podríamos decir que estamos ante un sabio? Parece claro que no.
Si la respuesta es no, debemos preguntarnos por lo que falta. La abundancia de conocimientos y de experiencias ayuda, pero una cabeza enciclopédica y experimentada, por el solo hecho de serlo, está lejos de corresponder con una persona sabia.
Dice San Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales que “no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente”. A la sabiduría no le estorban los saberes, al contrario, los necesita, pero en mi opinión, aunque se posea todo un mundo de conocimientos, faltan dos cosas. La primera cosa que le falta a una persona poseedora de muchos conocimientos es una visión global de la existencia, la segunda tiene que ver con el concepto moral de sabiduría.
En cuanto a la primera, la visión global de la existencia, me refiero a una cosmovisión que dé sentido a la vida entera, una especie de conocimiento unitario que sin quedarse reducido a nada concreto, abarque la totalidad de lo real. En la Edad Media se dio una definición de hombre sabio formulada precisamente sobre estos presupuestos, sobre esta visión global y realista.
Dice así: “Sabio es el hombre a quien las cosas le parecen tal como realmente son”. En mi opinión el gran mérito de esta definición está en su candorosa simplicidad. Veo en ella -valga el juego de palabras- una sabia definición de hombre sabio. Y lo veo por dos motivos:
Uno, porque según la definición, sabio no es el que sabe cómo son las cosas, sabio es al que le parece cómo son. Saber cómo son las cosas, lo que se dice saber de manera exacta y definitiva, solo Dios. Nuestros saberes, aún los mejor establecidos, son siempre provisionales. Uno de los grandes méritos del reputado filósofo Carlos Popper, estuvo precisamente en advertir de la interinidad de nuestras proposiciones, por más atadas que las supongamos.
En la confrontación con lo real (con las cosas) el arrogante dice saber, al sabio le parecen. Ahora bien, por ser sabio, su parecer no es un parecer arbitrario ni gratuito, sino preciso y bien fundamentado porque coincide con lo que las cosas son realmente. Si el parecer fuera una mera opinión alejada de la realidad, no habría tal sabiduría, porque se trataría de un parecer erróneo o falso.
Por esta razón digo que veo candor en esta definición, porque el sabio, habiendo aquilatado su opinión de manera rigurosa y aun teniendo la certeza de cómo son las cosas, no se arroga el saber y no se atreve a ir más allá del “me parece”. Digamos de paso que esta postura de humildad frente a la arrogancia del saber nos ofrece una síntesis preciosa de razón y fe, sabiduría humana y revelación divina. En cuanto sabiduría humana nacida de la razón, hunde sus raíces en la filosofía de Sócrates, en cuanto revelación divina sabemos que “la arrogancia con los hombres, Dios la detesta”. (Lc 16, 15).
El segundo motivo por el que entiendo que estamos ante una definición sabia es porque sabio no es quien sabe esto o aquello, ni el que colecciona saberes, sino el que ha forjado una fundada opinión sobre “las cosas” usando con agudeza y prudencia su razón natural.
¿Sobre qué cosas? Sobre “todas las cosas”: Dios, hombre y mundo, es decir, la vida humana con todas sus dimensiones, con todas sus hebras, con su devenir, con su intrincada red de relaciones y enredos, con su lucha interminable entre el bien y el mal.
Adquirir la sabiduría que consiste en entender todo esto es aprender el arte de vivir, el único verdaderamente imprescindible. Por esta vía de la visión de totalidad llegamos a ver la coincidencia de la sabiduría con la filosofía. Sabio es el filósofo, siempre que se entienda la filosofía, no como un saber más, perdido en la constelación de saberes, sino como la “ciencia de «todas las cosas» por sus causas últimas adquirida por la luz natural de la razón”. Es la definición clásica de filosofía (no la etimológica), que a pesar de haber sido contestada y puesta en entredicho desde la Edad Moderna, sigue conservando todo su valor y todo su vigor.
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