El hombre está por encima del trabajo, salvo que queramos que la persona, centro y fundamento de todo, pase diluido. La Iglesia Católica se suma a reconocer la dignidad y el bienestar de los trabajadores, consciente de que, como nos recuerda el Catecismo (N° 1687), la injusticia con el asalariado es uno de los pecados que claman al cielo.
La doctrina social de la Iglesia es amplia, va a los principios. Y el tiempo ha demostrado que tanto el capitalismo liberal como el socialismo acaban siendo caras de una misma moneda que olvida a la persona para convertirlo en un utensilio más, en un bien de producción, en un número… Los cristianos debemos seguir reclamando y luchando por una economía con “rostro humano”, como afirmaba Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus.
La Iglesia ante el trabajo
La mayoría de los países latinoamericanos, al igual que los europeos, se ven afligidos por severos problemas económicos que se traducen en pobreza y en pocas esperanzas de mejoría en el futuro próximo. Ante esta realidad, y ante el desafío que presenta la recuperación económica tras la crisis mundial, tanto para países como para familias, juega un papel decisivo la colaboración honesta y comprometida de la empresa y del trabajador.
La empresa es una asociación libre de personas, diseñada por el hombre para satisfacer mejor sus necesidades, dando satisfacción a las de otros. Por tanto, tiene dos fines: servir a los de fuera proporcionándoles bienes y servicios; y, por otro lado, servir a los de dentro, mediante la distribución de utilidades, salarios, prestaciones y otras remuneraciones.
Pero la empresa no debe perder de vista el aspecto humano del trabajo y la dignidad de la persona humana, o sea, del trabajador. Esto es algo que la Iglesia ha defendido siempre, porque el trabajador, al entrar en la empresa, no lo hace como simple administrador de la fuerza de trabajo, sino que entra con su ser completo, alma y cuerpo, con sus angustias e ilusiones, con su bondades y flaquezas. Corresponde a la empresa tratarlo como un ser integral. Por su parte, el trabajador ha de contribuir con todas sus fuerzas no sólo a la productividad excelente de la empresa, sino a hacer de ella una comunidad de hombres en la que se practiquen las virtudes de la solidaridad y de la fraternidad.
Especial responsabilidad tienen los empresarios cristianos. Ellos, ahora más que nunca, están llamados a ser luz para una sociedad que necesita modelos de honestidad. Alentado por la figura de Cristo, -Dios trabajador-, y la doctrina social de la Iglesia, ya en el siglo XIX, el Obispo de Maguncia, monseñor Ketteler afirmó que “la religión también exige que el trabajo humano no sea considerado como una mercancía, ni evaluado puramente según las fluctuaciones de la oferta y la demanda. Es justo reintegrar al trabajo humano y al obrero la dignidad que la Iglesia les reconoce y que los principios de la economía liberal le han arrebatado”.
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