PRIMERA LECTURA
Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará
Lectura del libro de Isaías 35, 4-7a
Decid a los cobardes de corazón. «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará.» Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantar. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.
SALMO
Sal 145, 7. 8-9a. 9bc- 10
R. Alaba, alma mía, al Señor.
SEGUNDA LECTURA
¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres para hacerlos herederos del reino?
Lectura de la carta del apóstol Santiago 2, 1-5
Hermanos míos: No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo. Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: «Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado.» Al pobre, en cambio: «Estate ahí de pie o siéntate en el suelo.» Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?
EVANGELIO
Hace oír a los sordos y hablar a los mudos
Lectura del santo evangelio según san Marcos 7, 31-37
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: – «Effetá», esto es: «Ábrete.» Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: – «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
ÁBRETE
Son las mismas limitaciones que experimentamos en este mundo las que nos guían hacia la imaginación de la salvación, con independencia de que seamos o no creyentes: unos, los creyentes, entendiéndola como un don procedente de Dios; otros, los que no lo son, como utopía inalcanzable o como objeto de conquista. Pensando en la salvación, lo primero que se nos viene a la cabeza es la ausencia de sufrimiento y de las causas que lo provocan, sobre todo en sentido físico, que es el más inmediato, lo que primero nos duele. La salvación, esto es, la vida plena, se nos antoja ante todo como un mundo sin dolor, ni enfermedad, sin ciegos, sordos, lisiados o mudos.
Al mismo tiempo, las condiciones concretas de nuestra vida, nos recuerdan con cruel realismo que precisamente en este mundo esa situación ideal de plenitud es imposible. Incluso los que están sanos sienten el inexorable paso del tiempo, que va mermando sin remedio sus facultades: perdemos vista, oído, movilidad y capacidad de expresión. El tiempo y su intrínseca limitación son condiciones inevitables de la vida en el mundo. Por ello, debemos pensar la salvación como una forma de vida superior que, si bien empieza y se fragua ya ahora, se dará el plenitud solo en esa “vida eterna”, que no es sino la vida plena en la comunión con Dios, y que tan difícil nos resulta imaginar.
Pero es posible hacerlo si centramos nuestra atención no sólo en la dimensión física (la enfermedad o la ausencia de ella), sino en ese nivel superior de la existencia que es la dimensión espiritual, moral y religiosa. No se trata de dimensiones totalmente separadas de la física. De hecho, una forma de expresar y demostrar la bondad moral y la verdadera religiosidad es preocuparse de los necesitados, de los que padecen enfermedades (ceguera, sordera, minusvalía, o cualquier otra forma de padecimiento), y tratar de remediar su postración, sea por la vía de la curación, cuando esta es posible, sea, si no lo es, creando las condiciones para que puedan conducir, pese a todo, una vida digna y lo más autónoma posible.
Pero todo esto supone, como hemos dicho, atender sobre todo a la dimensión moral y religiosa. Y así podemos entender también la acción curativa de Jesús en el Evangelio de hoy. No hay peor sordo que el que no quiere oír, decimos. Podríamos añadir que los peores mudos son los que son incapaces de expresar sus sentimientos y de abrir su mundo interior, viviendo encerrados en sí mismos.
Jesús cura estas enfermedades morales, propias de nuestro espíritu. Lo hace abriendo nuestros oídos y nuestros corazones a la Palabra de Dios (que es él mismo, hecho carne y palabra humana), y que nos cura de nuestras cerrazones, de nuestros egoísmos y de nuestros prejuicios. Y así, renovados por dentro, podemos empezar a hablar con claridad un lenguaje nuevo, el lenguaje del amor.
De este modo, empieza ya en este mundo esa vida eterna, esa salvación a la que aspira el corazón humano de modo más o menos consciente, al sentir las apreturas (físicas y morales) de nuestra condición presente. A pesar de esas apreturas y limitaciones, anticipamos ya la vida eterna en una vida de fraternidad que, como Jesús, atraviesa fronteras, y, como nos enseña Santiago, no juzga por las apariencias (económicas, sociales, pero también ideológicas, nacionales, incluso religiosas), y es capaz de ver (curados también de nuestras cegueras) en cada ser humano a un hijo de Dios, a un hermano nuestro.
Desde San Petersburgo (Rusia)
JOSÉ MARÍA VEGAS
Sacerdote claretiano español y filósofo