PRIMERA LECTURA
La palabra del Señor se volvió oprobio para mí
Lectura del libro de Jeremías 20, 7-9
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreir todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción.» La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre»; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía.
SALMO
Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9
R. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío
SEGUNDA LECTURA
Presentad vuestros cuerpos como hostia viva
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 21-12, 1-2
Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
EVANGELIO
El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo
Lectura del santo evangelio según san Mateo 16, 21-27
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: -«¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.» Jesús se volvió y dijo a Pedro: – «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.» Entonces dijo Jesús a sus discípulos: – «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»
CARGA CON TU CRUZ Y SÍGUEME

Hay cosas que no se dicen a todo el mundo, sino sólo al pequeño grupo de iniciados. Son los que “están en el secreto”. Esto es así por variados motivos, uno de ellos el que sólo ese grupo está preparado para recibir el mensaje. Con mucha frecuencia, “estar en el secreto” es precisamente lo que constituye el grupo de los elegidos, lo que los distingue y separa del común de los mortales. Esto significa que el objeto del secreto es fuente de privilegios, sean materiales, sea un conocimiento superior, frecuentemente de tipo salvífico, como sucede en los grupos esotéricos.
Externamente, la conversación de Jesús con sus discípulos, que continúa al interrogatorio sobre la identidad de Jesús (“vosotros, ¿quién decís que soy yo?”), recuerda algo lo que acabamos de describir: sólo una vez que los apóstoles han creído y confesado que Jesús es el Mesías, puede él revelarles el secreto sobre qué tipo de mesianismo es el suyo. Si les prohibió decir a nadie que él es el Mesías, es precisamente porque, incluso los que estaban a la espera del mismo, no entendían bien qué significaba su venida. Esperaban un mesianismo de fuerza y de victoria, de sometimiento, incluso de destrucción de los enemigos. Pero he aquí que Jesús, continuando con la revelación de lo alto por la que lo han confesado el Cristo, les habla de un mesianismo de sufrimiento, de cruz, de muerte. La victoria, que también se dará (en la resurrección) no es la que esperaban incluso los que han creído que Jesús es el que tenía que venir al mundo. Así pues, los apóstoles escuchan consternados que no sólo Jesús no va a someter a los enemigos (y a repartir entre ellos poder, privilegios y ministerios), sino que es él el que se va a someter al poder de aquellos hasta la propia muerte.
Esto, naturalmente, cambia radicalmente la naturaleza del grupo de iniciados y elegidos. Porque la revelación que les hace Jesús no los convierte en un grupo de privilegiados apartados y por encima del común de los mortales, contemplados desde arriba y con desprecio, sino que, al contrario, Jesús abre al grupo sin limitación, igual que él va a abrir los brazos en la cruz para abarcar al mundo entero: no promete privilegios y poder, sino servicio y entrega.
Es normal que la reacción de los apóstoles, de nuevo en boca de Pedro, fuera no sólo de incredulidad, sino de abierto rechazo. En realidad, al rechazar la cruz de Jesús (“¡que no te suceda eso!”) Pedro está rechazando su propia cruz (“¡que no me suceda a mí eso mismo!”), porque la confesión de fe anterior, como ya vimos, lo vincula personalmente con Cristo y lo asocia a su destino.
La respuesta extraordinariamente dura de Jesús (“quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”) se explica porque Satanás es el tentador, el que propone vías alternativas a la cruz, como aprovecharse de la propia situación, suscitar admiración y aplauso, hacer alianzas con el mal (cf. Mt 4, 1-10). También nosotros tentamos a Dios, a Cristo, cuando, aceptando su mesianismo, rechazamos el camino de la cruz.
Pero los reproches de Jesús no implican un rechazo, sino, al contrario, son la ocasión para la enseñanza. Y con sus palabras nos aclara lo que implica aquella confesión de fe por la que lo hemos reconocido como Mesías e Hijo de Dios. Jesús no nos regala los oídos con falsas promesas. Sin negar lo que podríamos llamar el premio final, la participación en la gloria del Padre, nos recuerda que esto depende de nuestra conducta. La conducta es el modo como nos conducimos, esto es, la forma y la orientación de nuestro camino. Y el camino que él nos propone es un camino empinado y estrecho: no es ganancia, sino pérdida, aunque sea una pérdida que se convertirá después en ganancia. Esto es así, porque no es un camino de avidez y codicia, sino de generosidad y entrega de sí. Cargar con la propia cruz significa asumir las consecuencias, no siempre agradables, del verdadero amor. No hace falta irse muy lejos. Basta que pensemos en nuestra propia vida. En el matrimonio y la familia, la relación con el cónyuge y los hijos, en el trabajo, en la Iglesia, en la vida social. El amor, la amistad, la justicia y la solidaridad, la coherencia de vida y la fidelidad a la palabra dada exigen de nosotros renuncias, sacrificios, cierta capacidad de sufrimiento, la superación de conflictos, desilusiones, tentaciones y también ofensas por medio del perdón. Si no estamos dispuestos a asumir esos momentos de cruz, si queremos permanecer en un permanente estado de “enamoramiento”, nos estaremos incapacitando para el verdadero amor, que significa, a fin de cuentas, la donación de sí.
Si confesamos a Cristo como el Mesías y el salvador del mundo, nos vinculamos personalmente con él, nos convertimos en copartícipes de su misión: como Simón, recibimos un nombre nuevo y unas llaves, esto es una responsabilidad. Si Jesús cumplió su misión en la cruz, donde entregó su cuerpo y derramó su sangre, así nosotros estamos llamados por la vía del servicio y la entrega a una transformación y renovación de la mente, a llevar una existencia eucarística, presentando nuestros cuerpos como una ofrenda viva, santa, agradable a Dios. La voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto es el amor, y por esa vía, tantas veces empinada y difícil, estamos llamados a convertirnos en eucaristía viva, en eso que expresa tan bien la expresión castiza: “ser más bueno que el pan”.

Desde San Petersburgo (Rusia)
JOSÉ MARÍA VEGAS
Sacerdote claretiano español y filósofo.