PRIMERA LECTURA
Verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios
Lectura del libro de Isaías 52, 7-10
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es rey»! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.
SALMO
Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6
R. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios
SEGUNDA LECTURA
Dios nos ha hablado por el Hijo
Lectura de la carta a los Hebreos 1, 1-6
En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado», o: «Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo»? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios.»
EVANGELIO
La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros
Lectura del santo evangelio según san Juan 1. 1-18
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Los pies del mensajero
“¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva!”
“En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo”.
“Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Éste es»”.
Celebramos la Navidad, el nacimiento del hijo de María, que es la natividad del hijo de Dios, del Emmanuel, del “Dios con nosotros”. Pero mirando a nuestro alrededor, al mundo en el que vivimos, podemos tener más bien la sensación contraria, la sensación de que Dios está cada vez más ausente de la vida de los seres humanos, de que ha sido expulsado de la ciudad de los hombres. Existe en una buena parte del mundo una hostilidad creciente a ese “con nosotros” del Dios encarnado. Se destruyen cruces, se ocultan, incluso se pretenden prohibir símbolos religiosos (especialmente los cristianos), la iglesia y sus representantes cada día pintan menos en la discusión de los asuntos públicos, porque la doctrina cristiana (verdadera forja del humanismo moderno) es vista con sospecha, recusada como inhumana, los templos que no se han cerrado cada día están más vacíos, cada vez más niños se quedan sin bautizar, por no hablar de la tremenda y dramática sequía de vocaciones sacerdotales y religiosas. A esa hostilidad creciente otros, tal vez creyentes en el fondo de su corazón, reaccionan con indiferencia.
Nuestra cultura, de hondas raíces cristianas, le ha dado la espalda a Cristo. Y, por ello, en algunos puede cundir el pesimismo, al pensar que los cristianos somos una especie en vías de extinción, que nuestra fe en el Dios encarnado tiene sus días contados.
Sin embargo, ¿qué hemos contemplado en la vigilia de la Navidad? Que Jesús nació en un establo “porque no tenían sitio en la posada”. El rechazo que sentimos hoy ya se dio en el mismo nacimiento de Jesús. Por eso, la potente luz de la Navidad, que brilla en la oscuridad de nuestra historia y de nuestro mundo viene a iluminar esta situación que, como vemos, no es nueva: “vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. Tal vez habría que decir que vino a los suyos precisamente porque los suyos (que somos todos nosotros) no querían recibirlo, porque los mensajes que en distintas ocasiones y de muchas maneras les había dirigido por los profetas no habían obtenido respuesta. Y, por eso, se hizo carne como la nuestra, y puso su tienda entre nosotros, para llamar a nuestras puertas, para hacernos sentir su cercanía, que es una cercanía al mismo tiempo divina, pues es la Palabra que era Dios y por la que todo se hizo; y también humana, pues se hizo carne que podemos ver y tocar.
Ahora bien, si la divinidad, esto es, el Dios al que nadie ha visto nunca, se ha hecho visible en una carne como la nuestra, si el hijo de Dios se nos presenta como el hijo de María, significa que la divinidad está como escondida en la humanidad, y tenemos el peligro de no reconocer en esa carne al Dios con nosotros.
Y aquí podemos encontrar una respuesta a la aparente ausencia de Dios en nuestro mundo, a esa marginalidad creciente de la fe y de la iglesia, a esa voluntad de excluir al Dios cercano y humano de nuestra vida personal y social, por temor por comodidad y quién sabe por qué otros motivos. Necesitamos mensajeros que nos traen la Buena Noticia, profetas que, como Juan, nos avisan incluso gritando: “Este es”.
Dios está presente y cercano, pero escondido, no reconocido, rechazado, marginado, perseguido… La crisis de la que hablábamos al principio no es que Dios no esté, sino que faltan profetas y mensajeros que lo anuncien y lo hagan visible. Y, por eso, al celebrar hoy la Navidad, al contemplar con los ojos de la fe al hijo de Dios en la carne del hijo de María, debemos volver la mirada también a nosotros mismos, y comprender que tal vez esa sensación de ausencia y vacío se debe a que nos somos los suficientemente testigos, profetas y mensajeros de buenas noticias.
Precisamente en la pequeñez de un niño recién nacido, Dios nos llama a eliminar de nuestro corazón todo temor a causa de nuestra propia pequeñez y debilidad. Si acogemos la luz, a Cristo en la carne de Jesús, recibimos al mismo tiempo un poder que está por encima de todos los poderes de este mundo: el poder para ser hijos de Dios, y, por tanto, testigos, mensajeros y profetas que dicen, incluso gritan, con su modo de vida que este es el que tenía que venir, aquel por el que Dios nos habla cara a cara, al corazón, y que nos da a conocer al Dios al que nadie ha visto jamás, porque se ha hecho visible en la carne de Jesús.
Por mucho que quieran las fuerzas del mal expulsar a Dios de nuestro mundo, no lo pueden conseguir, porque él se ha hecho uno de los nuestros, ha elegido la marginalidad, pese a todo su tienda ha acampado entre nosotros, nos ha purificado y sigue purificándonos de nuestros pecados, y nos da, si lo acogemos, el poder de ser hijos de Dios, y junto con este poder, la responsabilidad de convertirnos en sus testigos, sus mensajeros y sus profetas.
Desde San Petersburgo (Rusia)
JOSÉ MARÍA VEGAS
Sacerdote claretiano español y filósofo