PRIMERA LECTURA
No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado
Lectura del libro de Isaías 50, 4-7
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
SALMO
Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24
R. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
SEGUNDA LECTURA
Se rebajó, por eso Dios lo levantó sobre todo
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 2, 6-11
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
EVANGELIO
Realmente este hombre era Hijo de Dios
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 15,1-39
(la versión larga es Mc 14, 1 – 15, 39)
C. Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, se reunieron, Y. atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: S. – «¿Eres tú el rey de los judíos?» C. Él respondió: + -«Tú lo dices.» C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: S. – «¿No contestas nada? Mira cuántos cargos presentan contra ti.» C. Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les contestó: S. – «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» C. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: S. – «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?» C. Ellos gritaron de nuevo: S. – «¡Crucifícalo!» C. Pilato les dijo: S. – «Pues ¿qué mal ha hecho?» C. Ellos gritaron más fuerte: S. – «¡Crucifícalo!» C. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado C. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio -al pretorio- y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: S. -«¡Salve, rey de los judíos!» C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Llevaron a Jesús al Gólgota y lo crucificaron C. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos.» Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede salvar C. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: S. -«¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.» C. Los sumos sacerdotes con los escribas se burlaban también de él, diciendo: S. – «A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.» C. También los que estaban crucificados con él lo insultaban. C. Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y, a la media tarde, Jesús clamó con voz potente: + – «Eloí, Eloí, lama sabaktaní.» C. Que significa: + – «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían: S. – «Mira, está llamando a Elías.» C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo: S. – «Dejad, a ver si viene Ellas a bajarlo.» C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa.
C. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: S. – «Realmente este hombre era Hijo de Dios.»
SE DESPOJÓ HASTA LA MUERTE, Y UNA MUERTE DE CRUZ
Asistimos una vez más al relato de la Pasión del Señor. Volvemos a este escenario, como cada año, para tratar de entrar en él, de entenderlo, de participar en él, de leernos a nosotros mismos en los personajes que lo protagonizan.
Jesús, dice Pablo, “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”. Este movimiento de abajamiento, que acontece en la encarnación, tiene su punto culminante (habría que usar el antónimo: el momento ínfimo, de máximo abatimiento) en el misterio de su Pasión y muerte en la cruz. Marcos describe con gran dramatismo, dentro de su característica austeridad, todo el proceso, en el que se concentran todas las maldades humanas imaginables: la traición, la mentira, el falso testimonio, la manipulación de las masas, la cobardía, la mofa y las ofensas gratuitas, la humillación, la violencia y, finalmente, la muerte más infamante que podía darse en aquel tiempo y, tal vez, en todo tiempo. En este torbellino de acontecimientos Jesús aparece como un testigo casi mudo, inerte, sin oposición ni resistencia. Pero Jesús no es un estoico, un ser indiferente, sino que siente con toda intensidad, temor y angustia lo que se le viene encima, hasta el punto de solicitar la compañía y el apoyo de los suyos, y de suplicar al Padre que, si es posible, lo libre de este cáliz, aunque se rinde finalmente a la voluntad del Padre, de entregar su propia vida para la salvación de todos. Vemos en el relato de la Pasión como se realizan hasta el final las palabras de la primera carta de Pedro: “Él mismo cargó nuestros pecados sobre su cuerpo en la cruz” (1 P 2, 24), citando al profeta Isaías: “entregó su vida a la muerte y fue contado con los transgresores, llevó el pecado de muchos e intercedió por los transgresores” (Is 53, 12).
El aluvión de males que padece Jesús es un perfecto muestrario de lo que tantos seres humanos sufren cada día y, en consecuencia, de los que los seres humanos nos infligimos unos a otros. A veces como víctimas, a veces como verdugos, todos estamos implicados de un modo u otro en el mal que reina en el mundo. Por eso, al contemplar la Pasión de Jesús debemos tratar de encontrarnos entre los personajes que la integran: a veces entre los que traicionan, acusan falsamente, humillan y, finalmente, entregan a la muerte a Jesús. Porque son nuestros pecados los que él carga sobre sí. Pero también podemos y debemos descubrirnos y tratar traducir a nuestra vida a aquellos que sienten compasión, le ayudan a llevar la cruz o se arriesgan para darle una sepultura digna.
Los insultos nos degradan y nos humillan, nos describen haciéndonos de menos, reduciéndonos a una caricatura, a un monigote. Es lo que persiguen también los golpes, o el profundo desprecio que se expresa en un salivazo. Son todas acciones que tratan de ponernos de rodillas, de hacernos sentirnos despreciables, y no solo ante los demás sino también ante nosotros mismos. Ante estas agresiones la reacción natural es la resistencia, que puede ser el contraataque, la violencia y el devolver con la misma moneda (insultos, golpes y salivazos), o bien la defensa, tratar de fajarse, esquivar los golpes físicos y morales (echarse atrás, esconderse, taparse la cara…).
Jesús, en la figura del Siervo de Yahvé, ni contraataca ni se defiende, no se resiste, ni se echa atrás, ni se tapa la cara. ¿Es que este Siervo de Yahvé, Jesús, tiene vocación de víctima? ¿Es acaso un masoquista? No. Tiene, por el contrario, una seguridad absoluta en su propia dignidad, en su propia justicia, y, por eso, ante el mal, se mantiene en pie y no le hacen mella los ataques externos. Esta íntima seguridad y fortaleza le viene del Señor, del que se fía por completo, cuya voz ha escuchado, que le da fuerza para resistir de pie ante el mal, y también para inclinarse en ayuda de los abatidos por esas mismas injusticias que él ha tomado sobre sí.
Podríamos preguntarnos, ¿por qué había de ser la voluntad del Padre la muerte en cruz de Jesús? En realidad, no se trata de entregar a Jesús a la muerte de manera gratuita, sino de un movimiento del mismo Dios, que sale de sí en busca del ser humano, perdido y extraviado por el pecado. Es el movimiento que describe el precioso himno que Pablo recoge en la carta a los Filipenses: Dios mismo, en la persona del Hijo, se ha despojado de su rango para hacerse uno con los postrados, los abatidos, los esclavizados. Y todos lo estamos de un modo u otro: por más poderosos que nos creamos, todos estamos heridos de muerte. Es claro que los pobres, los que sufren, los desheredados de la tierra están en disposición de entender mejor el sentido del despojo que Jesús hace de sí mismo para compartir su destino. Pero, al final, el someterse a la muerte, que es el mal extremo y, por su carácter moralmente injusto y físicamente espantoso, una muerte de cruz, es el resumen de todos los males, al someterse a esa muerte, Jesús se hace solidario con todos los seres humanos sin excepción, que han de experimentar, cada cual a su manera, la propia debilidad y la impotencia ante la muerte.
Pero, como dice este mismo himno, Jesús se abaja para levantarnos del abatimiento en que nos encontramos a causa del pecado.
Y al contemplar este misterio del Hijo de Dios tomando la condición de esclavo, prendido, injustamente acusado y condenado, golpeado, escarnecido, entregado a la muerte, comprendemos que su no resistencia es fruto de esa conciencia de la propia dignidad y justicia, de la confianza total en el Dios Padre que le ayuda, y que él nos ayuda a nosotros en nuestra postración, y, sin comprender del todo lo que estamos contemplando, nos invita a confesar con el centurión: realmente este hombre es el Hijo de Dios, es decir, Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.
Desde San Petersburgo (Rusia)
JOSÉ MARÍA VEGAS
Sacerdote claretiano español y filosofo.