PRIMERA LECTURA
Los ninivitas se convirtieron de su mala vida
Lectura de la profecía de Jonás 3, 1-5. 10
En aquellos días, vino la palabra del Señor sobre Jonás: – «Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo.» Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando: – «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!» Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no la ejecutó.
SALMO
Sal 24, 4-5ab. 6-7bc. 8-9 R.
Señor, enséñame tus caminos.
SEGUNDA LECTURA
La representación de este mundo se termina
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 7, 29-31
Digo esto, hermanos: que el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina.
EVANGELIO
Convertíos y creed en el Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Marcos 1, 14-20
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: – «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.» Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: – «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.» Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.
EL VIEJO Y EL NUEVO MUNDO
La fuerte relación que siempre se da entre la primera lectura y el evangelio del domingo se da hoy por contraste, casi por oposición. En la primera lectura se anuncia con tono amenazante el fin de una ciudad, la destrucción de un mundo viejo marcado por el pecado. Aunque no se trata de algo irremediable. Hay una vía de salida: el arrepentimiento. En el Evangelio se anuncia el comienzo de un mundo nuevo: es la cercanía del Reino de Dios; y se trata de una buena noticia, exactamente de un “evangelio”. Pero este comienzo no es automático: requiere de esfuerzo y cooperación.
El punto de unión de las dos situaciones (un final que puede evitarse, y un comienzo que hay que fomentar) es el arrepentimiento, la llamada a la conversión. Y esto nos descubre que esos dos mundos antagónicos en realidad conviven. Salir del mundo viejo marcado por el pecado y que se encamina a su destrucción por su propio dinamismo, y entrar en el mundo nuevo que se ha acercado a nosotros por medio de Jesucristo, es, en realidad un mismo movimiento: el que va del mal al bien, del pecado a la gracia, por la vía del arrepentimiento y del perdón.
Cristo nos llama a la conversión y a la fe, pero también a la cooperación. La cercanía del Reino de Dios es pura gracia, porque es la cercanía del mismo Cristo, en el que es reinado de Dios se hace real. Pero para que esa cercanía se haga efectiva, para que se haga presencia en nosotros, tenemos, sí, que renunciar al pecado, pero también estar dispuestos a trabajar, a construir junto con Cristo ese mundo nuevo de relaciones con Dios y con los demás, en que consiste el Reino de Dios.
Cuando Jesús llama a los discípulos a esa cooperación, por un lado, respeta su identidad (si son pescadores, pescadores seguirán siendo), pero, al mismo tiempo, la eleva y le da un sentido nuevo, con la novedad del mundo que está empezando a hacerse presente: los convierte en pescadores de hombres.
La pregunta que podríamos hacernos nosotros hoy a la luz de la Palabra es: ¿en qué mundo estoy yo viviendo? Si somos sinceros deberemos reconocer que estamos viviendo en los dos. Porque tras la venida de Cristo, la vida cristiana a la que nos llama no consiste en una existencia celestial, sin sombra de pecado, sino precisamente en el proceso de pasar de un mundo a otro. Es un proceso que lleva toda la vida, y que hay que realizar cada día. Porque el viejo mundo está a nuestro alrededor y en nosotros mismos, y cada día tenemos que hacer el esfuerzo de vencerlo, de arrepentirnos, salir de él y cooperar positivamente en la construcción del Reino de Dios.
La paradoja entre la primera lectura y el evangelio, entre el viejo y el nuevo mundo, está bien reflejada en las palabras de Pablo en la carta a los Corintios. Son palabras que expresan esta realidad nuestra, si queremos vivir como cristianos: vivir en las cosas, los problemas y preocupaciones de este mundo, pero sabiendo que no son la realidad definitiva, en la que se agota toda nuestra existencia.
Que los que tienen mujer viven como si no la tuvieran (y las que tiene marido, otro tanto), significa que el matrimonio, realidad santa y signo (sacramento) del amor de Dios no expresa, sin embargo, el estado definitivo del ser humano, pues en el mundo de la resurrección “serán como ángeles en los cielos” (Mc 12, 25), y vivirán en un amor perfecto y sin límites, incluirá, sin duda, el amor que se profesaron los esposos. Que los que lloran vivan como si no lloraran, significa que sí que hay que llorar, que hay cosas que merecen lágrimas y hay que llorarlas, pero no sin esperanza (cf. 1 Tes 4, 13). No son lágrimas de desesperación, aunque sean de dolor. Vivimos en este mundo padeciendo, pero con la esperanza y la certeza de que estos dolores y padecimientos no son definitivos. Que los están alegres lo estén como si no lo estuvieran significa que también las alegrías de este mundo son relativas, y que, aunque podemos y debemos alegrarnos, no debemos poner todos nuestro esfuerzo, nuestra esperanza, nuestra vida entera en la consecución de alegrías que no son definitivas. Que los que compran, lo hagan como si no poseyeran, indica que no nos desentendemos de los asuntos de este mundo, que nos apremian inevitablemente, pero sin olvidar que todo lo que podemos adquirir aquí, aquí se ha de quedar, y nosotros no: “desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él” (Job 1, 21) y “¿quién se quedará con lo que has acumulado?” (Lc 12, 20). No podemos no negociar (trabajar, esforzarnos) en este mundo, pero no debemos dar a esos negocios todo nuestro corazón.
En realidad, todas esas cosas (amores, duelos y alegrías, afanes y negocios) pueden convertirse en “material” para la construcción del Reino de Dios, a la que nos invita Jesús cuando nos llama al seguimiento.
El matrimonio, ya lo hemos dicho, no es un mero asunto personal entre dos, sino un verdadero “signo” (sacramento) que remite a la fuente de todo amor, Dios. En las penas y las lágrimas podemos ejercer el ministerio del consuelo y la compasión. En las alegrías, además de tratar de procurarlas, anticipamos la alegría plena de la comunión con Dios y los hermanos, la plenitud del amor que, en este mundo se expresa “alegrándonos con los que se alegran y llorando con los que lloran” (cf. Rm 12, 15). En el trabajo, las compras y los negocios podemos actuar no solo con justicia, sino también con solidaridad, compartiendo nuestros bienes con los que menos tienen, con los más necesitados.
Así, amando, consolando, dando alegría, compartiendo… así pasamos del mundo viejo al nuevo, cooperamos con Cristo en hacer presente el Reino de Dios, hacemos verdad esas palabras que tantas veces repetimos en el Padrenuestro: que la voluntad de Dios se haga realidad en nuestro mundo (por medio de nuestra propia voluntad), que el cielo, una parte de él, venga a nuestro mundo viejo y lo renueve.
Desde San Petersburgo (Rusia)
JOSÉ MARÍA VEGAS
Sacerdote claretiano español y filósofo