PRIMERA LECTURA
Preparadle un camino al Señor
Lectura del libro de Isaías 40, 1-5. 9-11
«Consolad, consolad a mi pueblo, –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados.» Una voz grita: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos –ha hablado la boca del Señor– » Súbete a un monte elevado, heraldo de Sion; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres.»
SALMO
Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14
R. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
SEGUNDA LECTURA
Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro 3, 8-14
Queridos hermanos: No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan. El día del Señor llegará como un ladrón. Entonces el cielo desaparecerá con gran estrépito; los elementos se desintegrarán abrasados, y la tierra con todas sus obras se consumirá. Si todo este mundo se va a desintegrar de este modo, ¡qué santa y piadosa ha de ser vuestra vida! Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia. Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables.
EVANGELIO
Allanad los senderos del Señor
Lectura del santo evangelio según san Marcos 1,1-8
Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.”» Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el Jordán. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba: – «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
EL AGUA Y EL ESPÍRITU
Las palabras de Pedro en la segunda lectura sobre el final catastrófico del mundo harían sonreír con desdén a los espíritus escépticos. “Imágenes míticas”, pensarían, afincados en la seguridad del conocimiento científico. Y, sin embargo, no es raro encontrarse en los suplementos científicos de cualquier periódico descripciones tan o más catastróficas que las descritas por Pedro: galaxias enteras engullidas por agujeros negros, estrellas que chocan entre sí o se enfrían y mueren… Se ve que las catástrofes cósmicas, lejos de ser mitos, están a la orden del día, aunque ese “día” se traduzca en millones de años (en el pasado o en el futuro), que nos producen el alivio de que, probablemente, nosotros no las veremos ni las padeceremos. Pero de lo que podemos estar seguros, ilustrados por la ciencia, es de que este mundo en el que vivimos desaparecerá algún día, y por más lejano que se pueda encontrar ese día, tenemos también la seguridad de que nosotros desapareceremos, no entonces, sino mucho antes.
Pedro no quería darnos una noticia científica, sino revelarnos una verdad teológica: “para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”. El Señor es infinitamente más grande y está infinitamente por encima de los millones de años que hacen de habitáculo de las catástrofes cósmicas, porque él es eterno. Y esa eternidad, que está por encima del espacio y el tiempo, no nos es ajena, sino que, al contrario, nos la quiere transmitir.
Decía el filósofo Pascal: «El hombre no es más que una caña, lo más débil de la naturaleza, pero es una caña que piensa. No es necesario que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, cuando el universo lo aplasta, el hombre sería siempre más noble que aquello que lo mata, porque sabe que muere y conoce la superioridad que el universo tiene sobre él; mientras que el universo no sabe nada» (Pensamientos264). No podemos hacer nada para detener las catástrofes cósmicas, pero las conocemos y, al hacerlo, en cierto modo las dominamos, al reducirlas a objeto de nuestro pensamiento. Pero esta superioridad intelectual es todavía poco comparada con la que se da en el nivel moral y espiritual: podemos crear algo nuevo, podemos hacer el bien, si queremos, porque somos libres, frente al determinismo natural; podemos, también, comunicarnos con ese Dios inconmensurable e infinito, que, sin embargo, se dirige a nosotros.
De ahí que debamos entender las palabras de Pedro sobre el fin del mundo como el marco de una llamada a llevar una vida santa y piadosa, a elevarnos sobre nuestra pequeñez física (pero sin negarla) a esos niveles que nos ofrece nuestra condición intelectual, moral y espiritual. Porque ahí nos abrimos a procesos “supra-cósmicos”, en los, ya en este mundo caduco (por más lejana que nos parezca su fecha de caducidad) podemos contribuir a construir un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habita la justicia, que es una cualidad divina, sin fecha de caducidad.
Y, a diferencia de los cataclismos cósmicos, que nos parecen tan lejanos en el espacio y el tiempo, de esta nueva creación tenemos signos y anticipos reales bien concretos y cercanos. Por un lado, tenemos la palabra profética, que nos consuela, nos habla al corazón, y si denuncia, a veces con dureza, nuestro pecado, no es para acusarnos, sino para anunciarnos la disposición divina al perdón. El pecado es un cataclismo moral que, a diferencia de los cataclismo cósmicos, sí que podemos evitar y corregir, precisamente con el perdón que Dios nos ofrece y que nosotros podemos otorgar a los demás.
El cielo nuevo y la tierra nueva que deseamos (y todos los deseamos de un modo u otro, dándoles denominaciones diversas) se nos pueden antojar una utopía que está por encima de nuestras fuerzas. Y, aunque esto es así, no se trata de sueños hueros, porque Dios mismo viene a nosotros a remediar nuestra debilidad, a cooperar con nosotros en esa tarea, o, más bien, a que nosotros cooperemos con él en la consecución de este don. Y los profetas son los que nos despiertan y nos anuncian esa venida, la venida del Hijo de Dios. Los profetas nos avisan, nos llaman a abrir los ojos y el corazón, a disponernos a acoger al que viene con su salario, con su recompensa, con la gracia del perdón y la posibilidad superior del amor.
Juan es el último y el mayor de los profetas porque no nos remite a un futuro remoto, sino a una presencia inminente. Por eso su mensaje suena con fuerza y urgencia. Nos llama a poner manos a la obra. No podemos realizar la nueva creación, pues crear es prerrogativa exclusiva de Dios, pero sí podemos cooperar en su realización, porque Dios mismo ha querido hacerla humanamente, por medio de su Hijo, entrando en una relación estrecha con la humanidad. Y podemos hacerlo preparando las condiciones de su venida, removiendo obstáculos, allanando caminos, creando en nosotros mismos las disposiciones que nos ayudarán a reconocerlo y acogerlo. No podemos evitar los cataclismos cósmicos, pero sí podemos esforzarnos en evitar, en lo que dependa de nosotros, los pequeños y grandes cataclismos morales que nos separan unos de otros, superando con generosidad los obstáculos de nuestras relaciones, allanando los caminos de encuentro mediante la misericordia y el perdón. Ese esfuerzo moral propio es como el bautismo con agua que prepara el bautismo en el Espíritu Santo, que es la gracia del encuentro con el Cristo que nos viene al encuentro y que remedia nuestra debilidad.
Si acogemos con sinceridad el reto que nos lanza Juan el Bautista (empezando, en primer lugar, por confesar nuestros pecados), nos convertiremos nosotros mismos en profetas de Cristo, que allanan el camino para su encuentro con los que aún no lo conocen.
Desde San Petersburgo (Rusia)
JOSÉ MARÍA VEGAS
Sacerdote claretiano español y filósofo.